5. El papá de un compañero
Una
tarde de octubre Nakia acudió a un cumpleaños infantil acompañando a su hijo
Guillermo de ocho años.
No
pensó que lo que iba a ocurrir aquella tarde cambiaría en algo su forma de ser.
El
cumpleaños se celebraba en la terraza de un bar de su pueblo. Había dos mesas
largas, una para los niños y otra para los padres.
Ella
estaba sentada en la mesa de los padres riéndose de un gif que había recibido
en su móvil. De repente, Marte, el padre de un compañero de Guillermo, le atizó
un cogotazo con todas sus fuerzas. Nakia se levantó de la silla y le increpó:
—Pero,
tío, ¿qué haces?
—No
te vuelvas a reír de mi hijo en la vida – gritó él.
—Pero
¡si estoy mirando mi móvil! – respondió ella.
Acto
seguido, Marte le cruzó la cara. Tal cual, de izquierda a derecha y de derecha
a izquierda. El primer bofetón le hizo perder el equilibrio, y con el segundo,
cayó al suelo. Le costó un poco levantarse, porque ya no tenía tanta agilidad
como cuando era joven. Una vez de pie, no se encaró a él, no se enfrentó, no le
insultó, no hizo nada. Todo el mundo la miraba. Era consciente de que se quedó
bloqueada, petrificada. Se acercó a la mesa de los niños, cogió a Guillermo de
la mano y le dijo:
—
¡Vámonos!
Guillermo
empezó a lloriquear porque él se lo estaba pasando bien con sus amiguitos y no
quería marcharse de allí. Nakia tiró de él. Al pasar de nuevo junto a la mesa
de los padres dijo:
—Muchas
gracias por todo.
Y
se marchó. Se subió al coche. Antes de arrancar, encendió su móvil y se salió
del grupo de WhatsApp. Estaba indignada.
Nakia
llegó a casa y llamó a su marido al trabajo, contándole, entre lágrimas, todo
lo que había sucedido. Cuando colgó, y estando más tranquila en su casa
analizando lo acontecido, se dio cuenta de que nadie le había socorrido ni
ayudado. En ningún momento, ningún padre o madre hizo amago de apartar a Marte.
Y a ella no le ayudó nadie a levantarse. Pero pensó que los demás se habían
acobardado como ella ante una persona agresiva.
Corrió
de la suerte de Marte que el cuartelillo de la Guardia Civil solo estaba
abierto al público por las mañanas, desde las nueve hasta las dos, así que el
enfado de Nakia se enfrió y no puso denuncia. Al mismo tiempo, ella pensó que
había sido un momento de calentón, que había que dar una segunda oportunidad a
las personas, que había sido un malentendido, que ella era un poco exagerada y
no había sido para tanto. En resumen, pensó que mandarle a la mierda era
suficiente.
Nakia
se duchó, cenó y se acostó a descansar. Había sido un día duro.
Al
día siguiente se levantó, desayunó y se vistió. Cuando se miró en el espejo se
dio cuenta de que tenía los dos pómulos con dos moratones. Las lágrimas
afloraron a sus ojos, llena de rabia. Eso no había maquillaje que lo ocultase.
Pensó:
–Llamo
al trabajo y les digo que estoy mala y no puedo ir.
Conforme
pensaba esas palabras sabía que esa excusa le valdría para un día. Los
cardenales le durarían dos semanas e irían cambiando de color. No podía faltar
tanto tiempo al trabajo. Porque Nakia tenía un trabajo. Sí, querido lector, no
era la típica maruja, ama de casa maltratada por su marido del que depende
económica y emocionalmente. Era mujer independiente, tirando a empoderada.
Decidió:
–Enfrenta
la situación, Nakia. Ve a trabajar.
Así
que se maquilló, se peinó y se echó perfume. Mientras conducía en el coche iba
pensando qué diría en el trabajo.
–No
puedo decir que Marte me ha pegado porque, sin una condena en firme, no puedo
ir por ahí diciendo de un tío que es un agresor o un maltratador. Si llega a
sus oídos, encima me puede denunciar por injurias, calumnias y falsos
testimonios. Por otra parte, si él se entera se puede encabronar más y
buscarme. Eso si no le hace daño a mis hijos.
Llegó
al trabajo. Saludó a la primera compañera que se cruzó:
–Buenos
días.
–Buenos
días. Dios mío ¿qué te ha pasado, Nakia? – preguntó su compañera.
–Nada.
Me he caído por las escaleras de casa, como vivo en un unifamiliar…
Esa
fue la mejor respuesta que se le ocurrió, a sabiendas de que nadie le creería.
La gente le preguntaba:
–
¿Seguro? Si necesitas ayuda puedes contar con nosotros. Cualquier cosa que
necesites, tienes nuestra confianza.
Nakia
sabía que estaban pensando que era su marido quien le había zurrado. Así que
siguió insistiendo en la caída por las escaleras, y eximiendo a su marido.
Pobrecillo, él que estaba ajeno a la situación porque le pilló trabajando.
Cuando
Nakia regresó a su casa sabía que todos comentarían a sus parejas lo acontecido
en el curro. Estaba segura de que alguno haría el comentario:
–
¡No sabes lo que ha pasado hoy en el trabajo! Nakia ha aparecido con dos
moratones. Dice que se ha caído por las escaleras de su casa. Y espera que nos
los creamos. Seguro que ha sido el marido, porque si no ¿quién?
La
gente cree que lo normal es decir el nombre de tu agresor o maltratador a los
cuatro vientos. ¡Como si eso no tuviera consecuencias judiciales!
Esto
le pasaba en la carnicería, en la caja del supermercado y a donde quiera que
fuese. Todos los que trabajaban de cara al público, por ser amables, le hacían
la pregunta del millón.
–Pensarán
que les voy a contar la verdad, aquí, delante de la gente – se decía a sus
adentros.
Esto
fue así durante dos semanas; compañeros, clientes, proveedores, vecinos, gente
en los comercios… todo el mundo le hacía la misma pregunta y ella contestaba la
misma respuesta. Siempre para proteger a sus hijos y a sí misma.
A
los cuarenta y dos días después de ese acontecimiento, una compañera de la
clase de Guillermo celebró su cumpleaños en un huerto familiar. Así que allí
acudió Nakia con su hijo a pasar una tarde, en principio, agradable. Estaban
jugando una pachanguita padres e hijos, cuando Nakia tropezó y cayó al suelo.
Entonces Marte, cogió un palo e intentó clavárselo a Nakia en la cadera, al
mismo tiempo que le decía:
—Te
tengo ganas. Un día te voy a partir la cara, ¡so puta! ¡No te aguanto!
Nakia
se levantó, recogió a Guillermo y se marchó directamente al hospital a por un
parte de lesiones. Tenía un buen rasguño y unos arañazos provocados por el
palo. Decidió que en esa ocasión no iba a achantarse. Estaba decidida a
denunciarle. Al día siguiente, se personó en el cuartel de la Guardia Civil y
denunció.
En
realidad, fue a poner la denuncia por lo que ocurrió el día anterior. Pero la
Guardia Civil pregunta muchas cosas. Entre ellas, le preguntaron:
—
¿Esto es la primera vez que sucede o ha sucedido algo parecido en otras
ocasiones?
Entonces,
ella relató el capítulo de la agresión anterior en la terraza del bar. Como
había pasado más de un mes, no se pudo hacer con las imágenes de la cámara de
seguridad.
Otra
de las preguntas fue:
—Y
todo esto que usted cuenta, ¿le sucedió estando a solas con él o había más
personas presentes?
Nakia
le proporcionó los nombres y apellidos de todos los allí presentes. Y le dijo
el guardia que le tomaba declaración:
—Demasiada
gente. Luego nadie ha visto nada.
—
¿Cómo qué no? Hombre, de las nueve personas que había alguien dirá la verdad –
apuntó ella.
No
se equivocó el guardia. Nakia no pudo llevar ningún testigo al juicio. Uno dijo
que se estaba atando los cordones de las zapatillas, otra que estaba buscando
no sé qué en su bolso, otro que estaba hablando por el móvil y así hasta nueve
excusas diferentes. Nakia no entendía por qué la gente hacía eso. Vale, después
de analizar e intercambiar opiniones con su marido, llegó a la conclusión de
que la gente no quiere mojarse, así que mejor callar y decir que no han visto
nada.
Sin
embargo, lo que le dolió a Nakia es que, las dos madres más allegadas de la
clase, asistieron al juicio por parte de Marte a mentir. Luna dijo que no había
visto nada, que ella estaba hablando con otras amigas, pensando en sus cosas…,
y que no se dio cuenta de nada. Venus mintió. Dijo que Nakia “acudía a los
cumpleaños infantiles a ponerse hasta arriba de cerveza, hasta tal punto que la
tenían que acompañar a su casa, y si le acompañaba un padre, mejor que una
madre” Para Nakia, eso era un claro posicionamiento a favor de él, porque
intentaba desacreditarla a ella. Una cosa es decir que no has visto nada, y
otra asistir al juicio en calidad de testigo y mentir. ¡Traidoras!
No
se lo podía creer. Ahí pasaba algo. ¿La gente le tenía ganas o qué? ¿Les caía
mal de siempre? Eran muchas casualidades, muchos cabos para atar. Nadie la
defendió durante el altercado, nadie le ayudó a levantarse, todos dijeron no
haber visto nada.
–Y ahora la gilipollas ésta, ¿insinúa que soy una borracha? ¿Pero esto qué es? –
reflexionaba Nakia para sus adentros.
Estaba
confusa. Por una parte, se sentía tremendamente dolida por haber perdido a todo
ese grupo de lo que ella consideraba “amigos”, aunque fuesen los padres de la
clase de Guillermo. Habían pasado muchas tardes de cumpleaños juntos, horas de
extraescolares tomando café mientras hacían tiempo a que los niños terminasen
la actividad, ratos organizando actividades infantiles en el pueblo, reuniones
de la escuela, favores mutuos de cuidarse a los pequeños… Ahora habían pasado a
decirse solo hola y adiós cuando no quedaba más remedio pues, en la medida de
lo posible, Nakia evitaba saludar. Lo había decidido ella. No darles bolilla,
ni preguntarles por el trabajo, ni por sus hijos, ni por cosas del colegio, ni
nada. Esta gente le importaba ya un pimiento.
Por
otra parte, se alegraba de que esto hubiera ocurrido ahora y no más tarde. Se
había dado cuenta de que realmente no eran sus amigos, eran eso, padres de los
compañeros de la clase de Guillermo, que solo se socializaban por conveniencia
e interés.
En
ese momento Nakia decidió refugiarse en sus amistades de toda la vida. Las que
ella había elegido de forma natural, no por el vínculo de sus hijos. Decidió
que no quería conocer gente nueva. Efectivamente, diferenciaba a los padres de
la clase, los vecinos, los compañeros de trabajo… Toda esta gente estaba en su
vida obligada por las circunstancias, no era gente elegida por ella. Ella solo
quería juntarse con sus amigas de siempre, sus amigas del colegio y su pandilla
andaluza.
Nakia
ganó el juicio. Sí. ¿Qué ganó? Nada.
A
Marte le pusieron una multa irrisoria de ciento veinte euros. Ella tuvo que
pagarse un abogado, ¡encima! No hubo ninguna indemnización hacia su persona. No
hubo orden de alejamiento tampoco. Marte no era nada de ella. No era su pareja,
ni su expareja, ni su jefe, ni su exjefe, ni compañero de trabajo, ni
excompañero de trabajo… Ella argumentó que pertenecía a la comunidad educativa,
que le veía en las reuniones de padres, en las fiestas del colegio, que vivían
en un pueblo... Nada se tuvo en cuenta. Y claro, las hostias de un cualquiera
se ve que duelen menos que las hostias de tu pareja, según la ley.
Durante
toda esta etapa, desde que denunció, Nakia comentaba con sus allegados los
hechos acontecidos, las visitas al abogado, el juicio y todo lo que rodeaba
esta movida.
Le
dolía escuchar cuando la gente, sin querer, hacía comentarios hirientes:
—
¿Tú estás segura de que no le has hecho nada? No sé, que hayas dicho o hecho
algo sin darte cuenta.
—Es
que tenías que haber denunciado a la primera.
—Pues
tú ahora, con la cabeza bien alta.
—Lo
importante es que no te ha vuelto a molestar.
—A
mí me hacen eso, y le reviento.
—No
es tu caso, por supuesto, pero algunas tías se merecen alguna guantá.
—Si
el juez no le ha puesto una orden de alejamiento, a lo mejor es que no te pegó
tan fuerte…
—Ains,
¡qué pena! Si fueses víctima de violencia de género podrías obtener ayudas,
subvenciones y todo eso.
Sin
embargo, Nakia reflexionaba en su interior a cada comentario formulado:
—Sí,
la cabeza bien alta para que me meta otras cuatro hostias.
—No
me ha vuelto a molestar porque cuando lo veo me cruzo de acera o me doy la
vuelta.
—La
gente es muy gallito si les agreden a ellos mismos. Si agreden a los demás no
sueltan la cerveza de su mano.
—No
es mi caso, pero parece que me dicen que me merezco un bofetón.
—Claro,
es que me tenía que haber dado una buena paliza, para tener mayor credibilidad.
¡Manda
huevos, lo que tiene que escuchar una! Y eso que no lo cuento a los cuatro
vientos, sino a gente allegada que creo que me van a comprender… —se quejaba
Nakia mentalmente.
Han
pasado ya tres años desde el juicio. Nakia no quiere hablar de agresiones, de
la violencia de género, violencia machista, maltrato infantil o incluso del maltrato
animal. No desea recordar su dolor y, sobre todo, la injusticia.
Ella
no entiende el sistema. Leyes que están ahí, pero cuando las necesitas, no
resuelven el problema. Una sociedad que clama la tolerancia cero frente a
cualquier tipo de maltrato, y callan cuando tienen que hablar. Feministas que
solo les importa las estadísticas y decir que “has ganado” un juicio, cuando no
había ganado nada, es más, le había costado un desembolso económico. Nakia
rezaba para que a Marte le hinchasen a multas de tráfico. Al menos, era más
barato para ella. Él era el culpable y andaba libremente por la calle. Ella era
la víctima y tendría que andar toda su vida huyendo y escondiéndose de él.
Alguna
vez llamó al 112 para informarles de que su maltratador estaba cerca, pero al
no haber orden de alejamiento, le aclaraban que no tenían la obligación de ir.
Ella siempre les decía que solo quería “dejarse la tarea bien hecha” por si de
camino a su casa desaparecía o aparecía muerta. Su marido siempre sería el
primer sospechoso por el simple hecho de ser su marido. Después aclararía él
que ella tenía un maltratador suelto sin orden de alejamiento. Ellos
comprobarían en sus ordenadores que Marte sí fue condenado, y entonces irían a
por él. Pero por quien primero iba a preguntar la Guardia Civil era por su
marido. Cierto era que, si no tenían aviso de otro asunto, al rato veía Nakia a
un coche patrullar por la zona.
En
estos tres años, Nakia no les ha comentado nada a sus amigos de la ciudad
andaluza. Entre otras cosas, no quiere que se entere nadie, más concretamente
los chicos, y menos Iván. Le da vergüenza. Sería como un desnudo emocional
integral ante ellos. Le dolería en el alma si le escuchase a alguno de sus
amigos esos comentarios que ella no deseaba oír. En esas circunstancias, “oídos
que no oyen, corazón que no siente”. Nakia se planteaba que no contarles la
verdad era casi como mentir. En parte, porque era un detalle importante como
para decir que se le había olvidado comentarlo.
Nakia
estaba decepcionada consigo misma. Toda una vida creyendo ser atrevida,
valiente, resuelta, jabata y descarada. Aquel día se dio cuenta de que era todo
lo contrario. Podría haberse encarado y enfrentado a Marte, sin embargo,
reaccionó huyendo. Le daba rabia pensar que habría mujeres que en su rutina son
inseguras, tímidas e indecisas y, ante una situación similar, reaccionarían
sacando toda su garra y coraje. Es lo que tenía que haber hecho ella. Era lo
que todo el mundo esperaría de Nakia.
Sus
amigos siempre hacían comentarios de ella como que era muy valiente y muy “echá
p’alante”:
—No
te metas con Nakia que pronto te da dos hostias.
—Nakia
va por la vida ¡con dos cojones!
Esa
era la imagen que había proyectado hacia su gente. No por hacer un papel, sino
porque ella misma se creía de esa manera.
A
eso se le sumaban detalles como que Marte era aproximadamente de su estatura,
no era un tío fortachón ni alto y era más joven que ella. En el lenguaje
infantil, su niña interior le susurraba: “te ha pegado un muchacho de los pequeños”.
Iván
la tenía por inconformista y luchadora. ¿Qué les iba a decir a los chicos? ¿Que
no mataba ni una mosca? ¿Que se había quedado petrificada? ¿Que no había denunciado
a la primera? ¿Que huía de su maltratador cada vez que lo veía? ¿Que no quería
que ellos se enterasen? ¿Que había perdido su autoestima? En definitiva ¿Que
era una cobarde? ¡Bastante decepción sentía consigo misma! No quería
decepcionar a su gente.
Ella
que, con 20 años, era capaz de regresar de marcha sola a las seis de la madrugada
de un domingo por las calles de su ciudad andaluza, ensimismada en si le
gustaba fulano o mengano o si le faltaba por estudiar el tema dos de economía
para un examen y ahora, a sus cuarenta y seis años, iba acojonada un día de
diario a las cuatro de la tarde por un pueblo, obsesionada en no cruzarse con
su maltratador.
Ella, con estudios
universitarios, correcta, inteligente, decidida, harta de ver campañas
televisivas contra todo tipo de maltrato. Y mira, llegó una tarde un tipo de
unos pocos centímetros más bajo que ella, y la hizo pequeñita, insignificante,
mínima, la convirtió en nada. La humilló, la ridiculizó, la pisoteó.
La
convirtió en una de “esas” que salen en los telediarios, porque en el fondo
Nakia pensaba que eso le pasaba a mujeres incultas, sin estudios, extranjeras,
barriobajeras, conflictivas, de familias difíciles y desestructuradas. Vamos,
que pensaba que eso les sucedía “a las demás”, pero que jamás le sucedería a
ella. –Vale que no le puedes caer bien a todo el mundo, ¡joder!, pero de ahí a
que le peguen a una… – protestaba con rabia internamente.
Ya
no se fiaba de la gente. Ahora era desconfiada, insegura, indecisa, conformista
y, sobre todo, cobarde.
Sin
embargo, esta etapa de su vida no acabó del todo mal. El karma vuelve. La
venganza se sirve en plato frío. Y llegó el momento de Nakia, dos años después
del juicio.
Su
hijo Guillermo cursaba sexto de educación primaria. Al año siguiente, si todo
seguía bien, pasaría al instituto.
En
el colegio se celebró una reunión informativa por parte de los equipos
directivos de los institutos, con el fin de facilitar a los padres la decisión
de la elección del centro donde matricular a sus hijos.
Nakia
estaba allí. Marte también. Y el resto de padres, entre ellos Luna y Venus.
El
director del primer instituto dio su charla explicativa. En el turno de ruegos
y preguntas Nakia levantó su mano. Aquel señor le dio el turno de palabra y
ella, aparentando estar tan pancha, lanzó su pregunta clave:
—
¿Hay algún tipo de protocolo establecido para que un maltratador no pueda
acceder al centro? Porque mi maltratador no tiene orden de alejamiento y está
en este aula ahora mismo.
Y
se hizo el gran murmullo. Todos los padres empezaron a susurrar entre ellos, a
mirarse, a darse codazos disimulados y a poner caras de asombro, sorprendidos
por las palabras de Nakia. ¿Cómo se atrevía a decir aquello allí delante de
Marte?
Nakia
sintió un orgasmo emocional. Sí, le podía llamar maltratador, con mayúsculas, en
fosforito, con la boca bien abierta, la voz bien alta y la cabeza levantada.
Allí, delante de todos: maltratador y traidores. Acojonada por dentro, pero
mostrando seguridad, orgullo y placer de disfrutar de ese momento. Sí, nadie le
podría denunciar, no estaba diciendo ninguna mentira. Por fin, podía chillar la
verdad.
¡Vaya!
¡Qué lástima! (léase en tono irónico) Parecía que Marte les había dicho a las
madres que fueron de testigo y al resto de padres que él había ganado el juicio
y Nakia era una mentirosa embustera. Ahora él estaba ahí, quieto como una
estatua, rezando que Nakia tuviera la consideración compasiva (que la tuvo, más
bien por cobardía) de no decir su nombre, deseando que se lo tragara la tierra.
Nakia le había desenmascarado ante sus cómplices que descubrieron que Marte les
había engañado, incluso se sintieron utilizados y manipulados. Decepcionados
consigo mismos por haberse posicionado con él, en lugar de con Nakia. Ahora sí
que era “la pobrecita”, la víctima que había sufrido y ganado el juicio en
silencio. Todos se tenían que tragar sus comentarios injustos y chulescos.
Claro, ahora.
Ella
se dio el placer de formular la misma pregunta a cada director de instituto en
sus turnos. Minutos de placer para ella, minutos de tensión para Marte. Consideró
que era lo único que había ganado de ese juicio.
A
partir de ese momento, Nakia paseaba por su pueblo con la cabeza bien alta,
enorgulleciéndose y pavoneándose delante de los traidores.
Aun
así, la decepción que experimentó en toda esa etapa es mayor que los breves
minutos de orgullo que disfruta cuando se cruza esporádicamente con alguno de
sus judas.
Nakia
se sigue cuestionando si quizás este tío la conocía de cuando era joven o algo.
Nunca ha sabido por qué le pegó, ni por qué le llamó puta. Tampoco tiene el
mínimo interés en preguntárselo.
Fragmento inspirado en la canción Ella de Bebe
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