24. Plácida cordura
Tomás era un vecino del barrio de Nakia. Crecieron allí desde pequeños. A él le encantaba jugar al fútbol con sus amigos y salir a pasear con las bicis recorriendo lugares desconocidos para ellos.
Era hijo único. Sus
padres trabajaban casi todo el día y no disponían apenas de tiempo para
dedicárselo a él. Sus primos y tíos, no vivían en la ciudad de origen de Nakia
y Tomás. Así que él sólo tenía amigos.
En la vida, Tomás
aspiró a tener tiempo para él y sus amistades. No soñaba grandes lujos, ni
grandes posesiones. Soñaba con un trabajo y una vida tranquilos con tiempo para
disfrutar y ser feliz.
Por eso, Tomás estudió
una FP de Jardinería. Por lo que hablaban sus padres, y lo que hablaban sus
amigos respecto a sus familias, tenía claro que no quería un trabajo estresante
donde le presionaran con objetivos de ventas, captación de clientes, aguantar a
consumidores insatisfechos y rendirse ante esfuerzos físicos o mentales.
Buscaba tranquilidad, paz y calma; sus objetivos en la vida. Como buen madridista,
fantaseaba con ser algún día el encargado máximo del césped del Bernabéu y de
Valdebebas.
Al finalizar la
formación profesional, se presentó a unas oposiciones de jardinería en el
Ayuntamiento de su ciudad de origen y consiguió una plaza fija. Desde ese
momento, su vida consistía en cuidar y arreglar los jardines de su ciudad
mientras escuchaba música con los auriculares. Sin nadie que se quejase. Sin
nadie que le exigiese. De vez en cuando, en su ruta se cruzaba gente amiga o
conocida y echaba un chascarrillo o un ratillo de charla con ellos.
Con veinticinco años
conoció a Nieves. Era una chica muy guapa, buena persona, dulce y cariñosa.
Nieves vio en Tomás a un chico guapo, con buen cuerpo, romántico y caballeroso.
Se casaron a los veintisiete. La madre de Tomás falleció al poco. Al menos, le
acompañó al altar.
La pareja vivía con el
sueldo mileurista de Tomás. Mientras vivió con sus padres pudo ahorrar algo de
dinero, así que cuando se casaron pudo entregar una cantidad como entrada y, al
ser funcionario, no le pusieron impedimento a la hora de solicitar la hipoteca.
Tuvieron dos hijos
mellizos. El padre de Tomás falleció al poco. Al menos, había conocido a sus
nietos. El sueldo de Tomás ya no daba para tanto. Había dos bocas más que
alimentar. Un día le sugirió a Nieves:
—Cariño, creo que
deberías plantearte la idea de buscar trabajo. Con mi sueldo y los niños ya no
llegamos. Nosotros como pareja nos podíamos adaptar a las circunstancias. Los
niños tienen unas necesidades específicas que tenemos que cubrir.
—Pero, ¿tú te crees que
siendo mujer y madre de dos niños pequeños me van a coger en una empresa? – le
inquirió ella.
—No sé. Hay mujeres
madres que trabajan – respondió él.
—Sí, las que tienen
carrera. Si quieres, puedo pedir a mis padres que nos presten algo – resolvió
ella.
—Eso sería endeudarnos
aún más. Si nos prestan dinero, habrá que devolverlo. Tenemos que intentar que
aumenten nuestros ingresos mensuales – dijo él – Podrías buscar algo aunque sea
a media jornada, o teletrabajar desde casa.
—Pues puedes hacerte
autónomo y, por las tardes, arreglar jardines de comunidades de vecinos, de
urbanizaciones, de chalets privados, cuidar fincas… Así tendríamos ingresos
extras – propuso ella.
Tomás no se lo podía
creer. ¿Cómo podía ser tan egoísta? Él matándose a trabajar todo el día y ella
ocupándose sólo de la casa.
—¡¿Te parece poco ser
ama de casa?! – gritó ella.
—Lo primero, no me
levantes la voz. Lo único que digo es que hay muchas parejas que trabajan los
dos, y llevan la casa los dos. No te quejarás de que no colaboro en las tareas
domésticas y del tiempo que paso con los niños. Afortunadamente, mi trabajo así
me lo permite – zanjó él.
A partir de esa
conversación, surgieron conversaciones parecidas en esa línea. Tomás se
desenamoró paulatinamente de Nieves al descubrir su egoísmo e interés. Las
relaciones sexuales se distanciaban más en el tiempo. Entonces, Nieves comenzó
a sospechar de amantes inexistentes. Así comenzó el proceso de divorcio.
La casa era de Tomás,
pero al ser el domicilio conyugal, quienes se quedaron a vivir ahí fueron su
exesposa y sus hijos. Tomás tuvo que marcharse a un piso de alquiler.
Así que, entre los
quinientos euros de hipoteca, los trescientos de alquiler, los cuatrocientos de
pensión que debía pasarle a sus hijos, Tomás se encontró solo y ahogado con su
sueldo mileurista. No le quedaba ni para comer. Dejó de salir con sus amigos
porque no tenía ni para una caña. Nunca más disfrutó de una ducha relajante por
no malgastar agua, todos los inviernos enfundado en su forro polar amarillo fosforito
por no gastar calefacción, malcomiendo, con un móvil que sólo servía para
llamar y recibir llamadas, en su mayoría, del trabajo. Los amigos dejaron de
llamarle para quedar; nunca tenía para un café, ni una cerveza, así que inventaba
cualquier excusa. Sus hijos, a quienes veía en los días estipulados, siempre
decían que eran más felices con mamá porque les compraba cosas, les llevaba al
cine y al McDonald’s. Él sólo les llevaba al parque y a dar paseos por la
ciudad obviando los escaparates y las súplicas a cualquier capricho.
Ante esta desesperante
situación, la idea más inmediata que se le ocurrió fue la de buscar un curro
complementario. Desafortunadamente, su vida se convertiría en trabajar y
dormir. No podría rehacer su vida, conocer a gente nueva, No tendría tiempo
para socializarse. Claro que actualmente, disponía de tiempo, pero no de
dinero. Además, ¿cuándo vería entonces a sus hijos? Él sabía que, aunque sus
hijos ahora no apreciasen su tiempo, a largo plazo se lo agradecerían. Sin
embargo, la distancia emocional cada vez era mayor.
Otra idea alternativa
era delinquir. Si entrase en prisión, el estado le mantendría durante un
tiempo; alojamiento, manutención, calefacción, luz, agua caliente. Gratuito. Y
luego, ¿qué? ¿Dónde encontraría trabajo? ¿Quién iría a visitarlo a la cárcel?
¿Qué pensarían sus hijos y sus familiares?
Otro pensamiento que
barruntó fue el de desaparecer. Marchar a otro país donde nadie le conociese.
Con una nueva identidad. Huyendo de la Justicia y de “ella”. Ella le sangraba.
¿Cómo podía haber cambiado tanto? ¿Qué hizo mal Tomás?
—Podría irme a
Argentina. Lejos. A un pueblo recóndito. Donde nadie me encuentre. A cuidar una
finca. Solo. La naturaleza es lo que me gusta. Es una buena alternativa – pensó
- Pero claro, necesito un trabajo en regla, hay que pensar en la jubilación del
día de mañana – ya aparecieron los “peros” – Necesito una cuenta bancaria para
cobrar mi sueldo. No voy a ir por ahí con el efectivo en mano – se justificaba
– Además tendré que inscribirme en la Seguridad Social o lo que sea que tengan
allí. O sacarme un seguro médico. Renunciaría a mi vida hasta ahora. Dejaría a
mis amigos, mi familia. Total, tampoco puedo ya quedar con ellos.
Un amigo policía le
comentó que se puede desaparecer de manera voluntaria. Lo comunicas y, en caso
de que alguien denuncie tu desaparición, le dicen que te has marchado
voluntariamente. No se inicia el dispositivo de búsqueda. De lo contrario, si
te encuentran, debes pagarlo.
Una desaparición
voluntaria no era suficiente. Desgraciadamente, la Justicia, el banco y demás
proveedores le seguirían requiriendo cumplir con sus obligaciones. Todo lo que
le agobiaba, le perseguiría. Algún amigo podría interesarse en su paradero y
buscarle.
¡Madre mía! En las
películas era más fácil desaparecer. Los narcotraficantes huían a otros países
con identidades falsas y rehacían sus vidas en países paradisíacos forrados de
dinero y habiéndose cambiado el careto a una faz irreconocible.
Su realidad era bien
diferente. No tenía un duro, y no se codeaba con delincuentes que pudieran
ayudarle en su huida. Bueno, podía mezclar las alternativas de delinquir, ir a
la cárcel, conocer a los malotes y, cuando saliera, escapar a Argentina con su
ayuda.
¡Vaya lío tenía en la
cabeza! Todos estos pensamientos afloraban siempre por lo mismo. Los momentos
de bajón. Momentos en los que se sentía en la más enorme y absoluta soledad. No
tenía familia materna ni paterna cerca. Estaba en orfandad. Era huérfano. En la
familia de Nieves tampoco era bien recibido porque siempre le consideraron un
jardinero muerto de hambre sin ningún porvenir. Nieves le odiaba y malmetía
contra él a sus hijos. Sus amigos no contaban con él para nada desde hacía
tiempo porque siempre rechazaba cualquier plan. Su soltería era una mierda
porque no tenía dinero para divertirse, ni con quien relacionarse. Rodeado de
gente pero en la más completa soledad.
No tenía a nadie a
quien contarle toda su angustia y su dolor.
Tomás no quería
resultar una persona tóxica. Actualmente no se lleva. Es casi una obligación
ser feliz, positivo y posturearlo, por supuesto. No le contaba nada a nadie. No
quería molestar ni ser un colega negativo. En momentos de bajón pensaba:
—Puedo llamar a Fulano.
Seguro que me comprende. Bueno, no. Estará de cervezas con su mujer, estará
currando, estará de paseo en bici con sus hijos, estará de cañas con sus amigos
– la excusa era distinta dependiendo del momento del día – ¿Y voy yo a llamarle
para amargarle el día? Ya se me pasará – desistía de su intento.
Alguna vez que quedaba
con su gente, teniendo el momento y oportunidades, tampoco lo hacía. Eran
momentos de juntarse, de risas, alegría, de disfrutar con los amigos. Eran
ratos pasajeros que se debían perpetuar en el recuerdo. Un recuerdo alegre e
imborrable. Salía con ellos muy de vez en cuando. No era plan, encima, de ser
el aguafiestas y chafar el momento contando sus mierdas.
Acudió a un psicólogo
para pedir ayuda profesional. No le amargaría la vida a su gente, pero el experto
sí le escucharía puesto que le pagaba para ello. Le dio consejos sobre la
gestión emocional. Es bueno dejar fluir los sentimientos negativos, pero sin
regodearse en ellos.
—Mira, Tomás. Te
permito que cuando te venga el bajón puedas estar triste diez minutos. Luego
tienes que poner música a toda caña y bailar, o ver algo divertido en la tele o
en Internet, o pensar en algún proyecto que tengas en mente o realizar alguna
actividad que te guste, te divierta y te haga sentir bien.
Tomás salía pletórico
de las sesiones psicológicas. De subidón. Sin embargo, su casa le devolvía a la
realidad con sólo introducir la llave en la cerradura del portal. Sus bajones
aparecían con más frecuencia. No eran
por un pensamiento momentáneo, sino por una situación duradera en el tiempo.
Tomás desconocía que carecía de fortaleza emocional.
Así que la pena se
quedaba dentro y le ahogaba aún más que la falta de dinero. También se le
sumaba la envidia de la felicidad de los demás. Él nunca la alcanzaría. Su
deuda era mayor que sus ingresos. Este equivocado binomio, en el día a día, era
una tortura.
Finalmente, decidió que
la mejor opción era suicidarse. El sueño eterno. Sin dolor. Sin sufrimiento. Con
paz y tranquilidad, lo que él siempre había deseado en su existencia. Tomás no
es que no quisiera vivir. No quería vivir con y en la tremenda angustia.
—De todas maneras,
todos vamos a morir. Qué más da morir con treinta y cinco que con ochenta años.
Vaya gana de alargar esta agonía – era el pensamiento que le rondaba – En parte
en eso se basan los defensores de la eutanasia. Los enfermos no desean morir.
Lo que desean es no vivir en ese sufrimiento físico y emocional.
— ¿Quién me echará de
menos? ¿Quién se dará cuenta de mi ausencia? - Esta pregunta era fácil.
Probablemente, el día que no apareciese por el trabajo, algún compañero le
echaría en falta y, tarde o temprano, alguien daría la voz de alarma.
Otra cuestión era el
cómo.
Tirarse desde su balcón
sería rápido. La decisión de encaramarse a la barandilla y saltar era lo complicado.
Hacía falta valor para eso y él no lo tenía.
Se veía capaz de
conducir con el coche hasta llegar a un viaducto y lanzarse con el vehículo.
Pero él quería que le encontrase alguien, lo enterrasen, llorasen por él. Ya
que no tenía a nadie mientras estaba vivo, que en cierta manera, alguien
llorase su muerte y le echasen de menos, por lo menos al principio. No descartó
esta estrategia.
Pegarse un tiro era
inviable porque no tenía licencia de armas, ni armas, ni dónde conseguirlas.
Cortarse las venas requería
valor. Te tajas pero debes luchar esa agonía mientras te desangras.
Ahorcarse tampoco le
convencía. Requería de una buena soga y un punto que resistiera su peso.
Demasiada logística. Sin olvidar la agonía de morir ahogado faltándote el aire.
—Inflarse a pastillas
es lo más acertado. Una noche, antes de dormir, me tomaré un buen lote con un
vaso de agua. Entraré en un sueño soporífero poco a poco y ya nunca más
despertaré. Previamente, escribiré una nota en la que explicaré por qué lo he
hecho y culparé a Nieves de toda mi desgracia. Esa será mi venganza. Mi
suicidio recaerá en su conciencia el resto de su vida. No voy a despedirme de
nadie. Total, si no me han echado en falta en vida…
Una mañana, Nakia
cruzaba andando en plan deporte el parque donde solía trabajar Tomás. No lo
vio.
—Perdona, ¿no trabaja
con vosotros en este parque Tomás? – preguntó a un currito.
—Sí, pero hoy no ha
venido. Es extraño. No ha llamado para avisar. Eso es raro en él – contestó el
compañero.
—Vale. Muchas gracias –
se despidió Nakia.
Le llamó al móvil. No
recibió respuesta.
—Me acercaré a su casa
a ver si le ha pasado algo – pensó.
Nakia aprovechó la
salida de un vecino para entrar en el portal. Subió a su planta y tocó el
timbre. La puerta no se abrió. Nakia llamó de nuevo al móvil que escuchó
perfectamente al otro lado de la puerta. Eso la mosqueó. Tomás se podía haber
olvidado el móvil en casa, pero no ir a trabajar…
La casualidad de la
vida quiso que en ese momento apareciese la vecina de la puerta contigua.
—Perdone. Estoy
llamando a Tomás y su móvil suena dentro de la casa. Esta mañana no ha avisado
de que no iba a trabajar y sospecho que le pueda haber sucedido algo. ¿No
tendrá usted llave de la casa? – preguntó Nakia con preocupación.
—Sí. Tengo una copia
que me dio por si acaso alguna vez se olvidaba las llaves dentro – respondió la
vecina.
— ¡Tomás! – Gritó Nakia
- ¡Tomás!
No recibía respuesta
mientras andaba por la casa inspeccionando todos los habitáculos. De pronto, en
el dormitorio, dentro de la cama, yacía el cuerpo sin vida de Tomás.
— ¡Dios mío! ¡Dios mío!
¡Tomás! ¿Qué has hecho? – gritaba al aire. Pues era consciente de que Tomás ya
no la escuchaba – Llame a emergencias – ordenó a la vecina.
Nakia abrazó el frío
cuerpo de Tomás. Y lloró. En la mesita vio un sobre que rezaba “Para Nieves”.
Nakia lo abrió sabiendo que no debía. Leyó la siguiente nota:
“Nieves, quiero que sepas que, gracias a ti, hoy estoy muerto. Tú me has
jodido la vida desde el primer día. Nunca me has querido. Sólo has querido
vivir a costa mía. Cuando estábamos casados, quisiste vivir como una marquesa
mantenida por mí sin dar un palo al agua. Te salió mal la jugada. Con el
divorcio me sangraste lo poco que tenía. Esta jugada también te va a salir mal.
A partir de hoy, no pagaré la hipoteca de la casa donde vives, ni nuestros
hijos recibirán la pensión alimenticia. Ahora, los disfrutarás el cien por cien
de tu tiempo, pero búscate el dinero. Búscate un trabajo. Como bien sabes, no
tengo herencia para dejarles y la casa tiene cargas. Sólo pido a Dios, a la
vida, al karma, a la energía o a lo que sea, que sufras como he sufrido yo. Vive
sabiendo que eres mala persona y egoísta. Reza porque no sea verdad la
existencia de los espíritus. De ser así, te perseguiré todos y cada uno de los
días que te queden. Haciéndote perrerías para que no puedas disfrutar ni ser
feliz. Me estarás maldiciendo el resto de tus días…”
De repente, la vecina
irrumpió en la habitación. Nakia guardó la nota en el sobre mientras la señora
informaba de que ya había llamado al ciento doce. Venían de camino.
Nakia permaneció en la
habitación mientras era interrogada por una policía acerca de cómo lo encontró.
Vio cómo su compañero leía la nota para Nieves. La metió en el sobre y se lo
dio a su colega.
—Esto va para el
expediente – le dijo él.
—Pone que es para
Nieves, su ex mujer – aclaró Nakia.
— ¿La ha leído? –
preguntó él.
— ¡Por supuesto que no!
– respondió Nakia sobreactuando su expresión facial de asombro por la duda que
había sembrado el oficial.
El agente se limitó a
lanzar una mirada de soslayo a Nakia como diciendo “¡qué sabrás tú!”
Cuando terminó el
interrogatorio, la dejaron marchar. Camino a casa Nakia pensó:
— ¡Qué fuerte! No le
van a dar el mensaje a Nieves. No se cumplirá la última voluntad de Tomás. Se
ha quitado la vida y la tía va a quedar de rositas – se decía Nakia a sí misma.
Por otra parte, sentía una insaciable curiosidad por conocer el resto del
escrito cuya lectura no le dio tiempo a finalizar por la irrupción de la
vecina. ¿Qué más cosas le habría dicho Tomás a Nieves? ¿Le habría pedido perdón
Tomás a Nieves por algo? ¿Habría perdonado finalmente a Nieves por todo su
egoísmo? ¿Le habría pedido que, a pesar de todo, cuidase de sus hijos? ¿Habría
mandado algún mensaje para sus hijos o algún amigo?
Lo cierto es que Nieves
no había cometido ningún delito. No le había acosado. No le había interpuesto
denuncias falsas. No le había amenazado con los hijos. Simplemente, fue la
situación legal acaecida la que condujo a Tomás a cometer este acto bárbaro.
¿Cómo iba la policía a permitir que una persona cargue con la culpa de un
suicidio sin ser, aparentemente, la responsable del mismo?
Nieves se enteró de la
muerte de su ex marido por terceras personas. No acudió al entierro y justificó
la ausencia de sus hijos con su corta edad.
Tomás siempre había
sido buena persona. Un tío pacífico que nada más buscaba tiempo para disfrutar,
ser feliz y vivir en tranquilidad.
Si hubiese sentido sólo
maldad, odio y egoísmo, podría haber matado a su mujer por venganza y entrar en
prisión. Con el tiempo saldría. Y si no, estando vivo esa situación de
encarcelamiento es potencialmente reversible. Nunca se sabe. Mientras hay vida,
hay esperanza. Esa idea no se le ocurrió.
Si hubiese sentido
maldad y sufrimiento, podría haber matado a su mujer y después suicidarse. Ambos
actos por venganza y por desesperación. Esa idea tampoco se le ocurrió.
Si hubiese sentido angustia,
ahogo, tormento, tortura, martirio, pena, soledad y profunda tristeza, podría
haberse suicidado. Esa idea sí se le ocurrió. Este pensamiento fue el
triunfador debido a la ausencia de maldad.
Tomás no lo sabe, pero
sus amigos le siguen recordando en todas las aventuras y anécdotas que
comparten en los ratos de risa. Le recuerdan como un tío tranquilo, pacífico,
trabajador y buena gente. Feliz en su plácida cordura. Nadie, nunca, habla mal
de Tomás. Simplemente, la vida no le sonrió.
Dedicado a quienes deciden marcharse presionados por la angustia y por la desesperación.
Relato inspirado en la
canción Grita de Jarabe de palo.
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