27. Miedos, dudas y sombras

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Era la segunda vez que Nakia llamaba al teléfono de la esperanza. Cada vez que se topaba con su maltratador, le invadía el pánico. 
Había sucedido esa misma mañana. Entró en una panadería. Desde fuera vio a la panadera y a un señor de espaldas. Ella entró con prisas. Saludó con un “buenos días”. Él se giró para devolver el saludo y sus miradas se cruzaron. Las rodillas de Nakia empezaron a temblar. Aún estaba a tiempo de marcharse puesto que él estaba siendo atendido. Por otra parte, ella era libre para entrar en cualquier comercio y necesitaba el pan para su familia. Así que optó por quedarse. Él ya estaba pagando.

—Dos barras de Viena, por favor – pidió ella.

—Aquí tiene. ¿Algo más? – preguntó la tendera.

—No. Gracias. ¿Cuánto es? – preguntó Nakia.

—Un euro con ochenta – contestó la panadera.

Nakia abonó el dinero y caminó lentamente hacia la puerta, escudriñando la calle desde el interior del escaparate.

— ¿Hacia dónde habrá tirado este cabrón? – se preguntó. Inició su andadura, como siempre, echando la vista a atrás, por si acaso.

De camino a casa le invadieron todos esos pensamientos de cobardía. Huir, siempre huir. Esconderse. ¡Vaya mierda de vida! Ahí ya empezaba la bola del runrún. Sospechaba que algún día él la secuestraría, le haría mil perrerías y luego la mataría. O que se lo haría a sus hijos. O a los tres. Nadie le ayudaba. Ella ya había pedido ayuda y ¿de qué sirvió? De nada. Así que de vez en cuando, algunas neuronas de su cerebro le contaban que si huía a un lugar lejano, se acabaría el problema. Él no haría nada a sus hijos si ella ya no estaba en el mapa. Entonces empezaban sus pajas mentales de cómo desaparecer: fugarse a un país caribeño donde nadie le conociese, irse a trabajar de guardesa a una finca recóndita en mitad del campo, meterse a monja en un monasterio de la India, hacerse mochilera y recorrer el mundo sin destino y sin final, abandonarse a la mendicidad… Sin embargo, en todos esos planes siempre surgía un fallo. Aparecía un “algo” por lo que podrían encontrarla. Además de la pena de abandonar a su familia. Así que había una neurona, la neurona mala, que le decía que la solución más certera era suicidarse. Las demás neuronas le contra argumentaban que todo tiene solución, excepto la muerte. Alguna salvación encontraría aunque ella no la viese. Y en ese debacle y debate, era cuando decidió llamar a ver si alguien le daba algún remedio mejor.

En aquella segunda conversación, le preguntaron:

—Esa idea que te ronda ¿es una idea boceto o la tienes bien planificada? Es decir, ¿solo se te ha pasado el pensamiento o has pensado cómo hacerlo? – le preguntó la voz del otro lado del teléfono.

—Sí he pensado el cómo; empastillarme o meter un acelerón al coche en el viaducto de Despeñaperros y “volar” (literal y metafóricamente hablando) – respondió ella.

En ese momento, escuchó un bip en el móvil. Acababa de recibir un mensaje.

Ella explicó que imaginaba que empastillarse sería como cuando te operan con anestesia general. Normalmente, cuando duermes sigues siendo consciente de tu sueño. Despiertas sabiendo si has soñado o no, incluso, en ocasiones, recordando el sueño. Despiertas con la sensación de haber reposado o no, con la percepción de haber dormido un tiempo concreto, sean horas o minutos, sabes si el descanso ha sido continuo o interrumpido por alguna causa… Cuando te anestesian, no te enteras de nada. En absoluto. De hecho, te rajan con un bisturí, manosean órganos dentro de tu cuerpo, te cosen y ni te enteras. Cuando despiertas, despiertas como si solo hubieras pestañeado un parpadeo. No hay sensación de nada. No recuerdas haber soñado, no sabes el tiempo que has estado anestesiada, ignoras qué le han hecho a tu cuerpo. Así que Nakia imaginaba que hincharse a pastillas sería como cuando te anestesian, pero sin volver a despertar. Ella creía que así era la muerte, porque estaba segura de que cuando te intervienen quirúrgicamente, tu cuerpo se queda en la fina línea que separa la vida de la muerte. Si el anestesista le da un poquito más de caña, la palmas. Si no, regresas a la vida.

Cuando finalizó esta explicación, escuchó el segundo bip en el móvil.

— ¿Quién coño me estará wasapeando ahora? – Pensó Nakia – Nadie se preocupa por mí, y justo ahora… ¿qué querrán?

Entonces, comenzó a explicarle a la voz del teléfono que también se creía capaz de lanzarse al vacío con el coche.

—Solamente se trata de coger el volante con firmeza y pisar a fondo todo recto. De eso sí me creo capaz. De hecho, otras veces en las que me ha invadido el miedo, he cogido el coche y me he puesto a ciento cincuenta en la autovía, claro, porque confío en que no viene nadie de frente. En esos momentos, me importan un pimiento los radares – le contó a la voz.

Para Nakia, que siempre respetaba los límites de velocidad y conducía de manera, quizás, extremadamente prudente, esa velocidad le resultaba excesiva. Sobrepasar la velocidad permitida le daba ese orgullo y coraje de malota rebelde que incumple las normas, le proporcionaba la libertad de estar huyendo hacia delante, de escapar, de fugarse, de dejar atrás la angustia y el infierno.

Sopesó otros métodos; cortarse las venas, tirarse desde un puente, ahorcarse… Estas técnicas eran velozmente descartadas. Sabía de sobra que no se atrevería a preparar la logística que conllevaba.

Total, que tras media hora de desahogo en el más profundo caos y tormento, terminó la conversación.

Para distraerse, decidió mirar los mensajes que acababa de recibir en el móvil.

Mensaje 1:

Vacuna Pfizer. Nakia. Cita primera dosis: 02/06/2021. Hospital de la ciudad de origen. Zona A. Planta 1. Confirme Sí o No.

Mensaje 2:

Vacuna Pfizer. Nakia. Cita segunda dosis: 23/06/2021. Hospital de la ciudad de origen. Zona A. Planta 1. Confirme Sí o No.

Podía haberlo interpretado como una señal de que debía valorar la vida. Por el contrario, su interpretación fue:

— ¡No me lo puedo creer! Encima, Dios, el karma, la energía, la existencia, lo que sea… se cachondea de mí. Estoy hablando de matarme y recibo los mensajes de la vacuna. Ni antes ni después. Estoy ahogándome en esta tortura y la vida se burla de mí. No pienso contestar. No me voy a vacunar. Ya que yo no me atrevo, que sea lo que Dios quiera, lo que la vida me depare.

Decidió no vacunarse. Tan simple como eso. Ya que se sentía traicionada por el resto de la sociedad, por las instituciones y el sistema, ella se mantendría en esa decisión. Sería fiel y honesta consigo misma. Los demás lo llaman cabezonería. Ella lo llamaba integridad y dignidad. Cuando la gente hacía los comentarios típicos de:

—Uf, es que te puedes morir del Covid…

Ella reflexionaba: “Bueno, ya que no tengo valor, que lo haga la vida por mí”

—Uf, es que te puedes pasar cuatro meses en la UCI…

Ella razonaba: “Pues cuatro meses que descanso de este suplicio”

—Uf, es que pasas a ser del grupo de los “apestados”. No vas a poder entrar en lugares de ocio, ni viajar…

Ella consideraba: “Total, ya me siento sola. Rodeada de cientos de personas, pero sola. ¿Qué más da?”

Además del pensamiento persistente de que cualquier día le podría matar su maltratador ¿Para qué se iba a vacunar? La decisión estaba tomada.

—De todos modos, los demás también tienen miedo. Todo el mundo tiene miedo a algo. Quien diga que no, miente. Últimamente, escuchamos a expertos que nos dicen que con la pandemia han aumentado los casos de mala salud mental, y ahí seguimos insistiendo en machacar a la gente - reflexionaba Nakia - Hay personas que se han vacunado por miedo. Miedo a morir, a estar tres meses ingresados en la UCI en posición de decúbito prono, a ser contagiados, a contagiar a sus seres queridos y/o más débiles, a perder su empleo, a ser marginados socialmente, a perder a sus amigos por no compartir lugares de ocio…

Su mente filosofaba:

—Hay personas que no se han vacunado por miedo. Miedo a una vacuna experimental aprobada rápidamente solo por emergencia, a fallos en resultados de pruebas médicas, a no ser correctamente diagnosticados de enfermedades y/o dolencias que arrastraban de tiempo atrás, a efectos secundarios tipo ictus, trombos y similares, porque conocen su cuerpo y su historial médico y no se quieren arriesgar a algo tan desconocido sobre lo que nadie les garantiza nada… Y por supuesto, los que tienen miedo al grafeno, al 5G, al microchip de Bill Gates… Aunque pienses que es una tontería, hay personas que viven con esa creencia y ese pánico.

En ese sermón para justificar sus propios terrores proseguía:

—Miedos que no teníamos anteriormente y alguien se ha encargado de infundir, junto con otros como el cambio climático o el apagón. Los vacunados tachan a los no vacunados de irresponsables y los discriminan. Los no vacunados tachan a los vacunados de borregos manipulados por el sistema y los medios.

Entretanto, una actriz famosa, simpática, risueña y, aparentemente, sana decide quitarse la vida. ¿Estaría vacunada? ¿Para qué?

En estos casos, la sociedad se echa las manos a la cabeza porque no entiende cómo pueden pasar estas cosas a día de hoy, que se habla tanto de salud mental y estando tan de moda los psicólogos.

Pues todo pasa por la poca empatía y el poco respeto que tenemos hacia los demás. Sucede por la falta de entendimiento cuando el otro no piensa igual que yo. Ocurre porque nos dicen lo que tenemos que pensar y decir y, de lo contrario, eres tachado de negacionista paranoico.

Hay personas que llevan casi dos años en un ERTE sin fin, empresarios que se han ido a la ruina, personas que han perdido uno o varios familiares en poco tiempo, sin despedirse y de manera repentina, personas que han quedado con sus amigos en dos ocasiones nada más. Todas estas circunstancias asfixian a los individuos.

Nos machacamos uno a otros. Exigimos a los no vacunados que expliquen por qué son irresponsables, por qué son ignorantes, por qué han decidido lo contrario a nosotros. Exigimos a los vacunados que no sean tan cobardes, que se quiten la mascarilla por la calle, que salgan de bares a divertirse, que no se lo tomen tan al pie de la letra, que no exageren, que se relajen, que disfruten más la vida, como hacen los no vacunados.

Todo el mundo nos dice lo que debemos hacer: el gobierno, los expertos sanitarios, la familia, los amigos, los vecinos, los compañeros de trabajo… Intenta no ser de una minoría, no de una minoría silenciada (de las ruidosas, sí, claro).

A raíz del suicidio de la actriz famosa, todo el mundo posteaba recomendaciones a las víctimas/pacientes de la salud mental en la línea de “deben pedir ayuda”.

— ¿Acaso piensan que no lo hacemos? – se preguntaba Nakia. Ella creyó agotar todas las opciones.

Opción A: La primera vez que acudió al médico de cabecera a comentarle sus pensamientos feos fue a principios de febrero. La primera cita con la psicóloga se la dieron a finales de abril. Tres meses.

—Ahora vas y lo posteas, si tienes huevos de anunciar en una red social que vas al psicólogo y por qué. El resto de los mortales no sabe cómo funciona el sistema público sanitario en este tema. Fatal – meditaba Nakia.

Opción B: Como, efectivamente, el tiempo de espera era largo y su mente era rápida, con la preocupación de y para no dar lugar a que sucediera el cortocircuito en su cerebro (a veces, se asustaba de sí misma), acudió a un psicólogo privado, que le cobraba sesenta euros la hora.

— ¡Joder! Cuando comparan la salud física con la mental, no comparan los precios. El fisioterapeuta me cobra veinticinco euros la hora, y el psicólogo sesenta. Y me sugiere que vaya una vez a la semana – se quejaba Nakia

Así que lo dilató a cada quince días, porque ella y su marido eran de los que llegaban justitos a fin de mes.

Opción C: La que te dicen que no debes hacer (o sí). Contárselo a un amigo (mejor debes ir a un especialista). Sin embargo, un café, una llamada telefónica o video llamada le salía mucho más barato. Sus amigos, le inspiraban más confianza que el psicólogo que, a fin de cuentas, era un extraño, y no le contaba todo al cien por cien. Siempre había algún detalle que le ocultaba, por vergüenza o por cobardía. Posiblemente, también haría lo mismo con sus amigos. Y ¿a quién se lo contaría? ¿A Iván, a Ruth, a Rosa…? No quería preocuparles. Eran pocos los momentos en los que le entraba la verdadera desesperación y, en esos momentos, no te apetece llamar a nadie. Solo se te antoja gritar, desaparecer, marcharte a Honolulú, morir. Todos te sobran. No tienes a nadie.

Una vez que se pasa el bajón y vuelves a la normalidad y la rutina, quitas hierro al asunto y no quieres resultar tóxica a tus amigos. Ahora se vende eso mucho. Para ser feliz, debes alejarte de la gente tóxica, negativa y pesimista. No debes cargar con los problemas de los demás. Debes juntarte con gente happy, disfrutar de los ratos de risas y de las personas que realmente importan. Ella no quería resultar venenosa a su gente, ni fallarles sin querer. ¡Cómo iba a contarles a sus amigos las comeduras de tarro cada vez que asomaban de manera involuntaria a su mente! ¡Bastante tendrían ellos con sus cosas! Porque Nakia, en el fondo, pensaba que estas paranoias les pasaba a la gran mayoría de la gente, pero que se lo callaban. Como ella. Así que allí estaba aparentando, no felicidad pero, al menos, normalidad.

Opción D: Esta opción, una vez decidido no contárselo a nadie, consiste en hablar sola con las paredes hasta volverte majareta. Estaba en la primera parte… La de los soliloquios. A fin de cuentas, Nakia le contaba todo a su “yo misma”. Era a la única persona en quien confiaba, a quien le podía contar todo, sin ocultarle ni un detalle, no podía engañarla. Hablaba con todos sus yos. En esas conversaciones ficticias su “yo valiente” convencía a su “yo cobarde”, y acababan las dos bailando el Resistiré. De momento, siempre ganaba la primera.

¡Ojo cuidao! Existen otras opciones como el alcohol, la ludopatía, la drogadicción, etc., en las que las enfermedades mentales pueden derivar. No era el caso de Nakia.

Cada uno tenemos nuestro mundo real y nuestro mundo imaginario. Una gran distancia entre ellos puede significar dos cosas:

1.    De manera consciente, distinguimos perfectamente uno de otro.

2.    La realidad es completamente diferente a los que sentimos, pensamos y apreciamos inconscientemente.

Por el contrario, si el mundo real y el imaginario están muy cercanos puede significar dos cosas:

1.    Conscientemente se parecen bastante y estamos bastante cuerdos.

2.    Inconscientemente los confundimos y no sabemos distinguir la realidad de la percepción.

Cuando estás en esa línea entre el mundo real y el imaginario, solo depende de hacia dónde inclines tu peso, para que uno prevalezca sobre el otro.

Eso se consigue desfragmentando el disco duro y ordenando las ideas, pensamientos y emociones. Reubicándolas en el mundo real y reseteando el mundo imaginario. Para conseguirlo, hay que vivir. Relacionarse con las personas, disfrutar de un paseo, viajar, hacer deporte. En definitiva, recuperar todo aquello que nos habían prohibido. Nos estaban convirtiendo en seres individuales aislados. Enganchados a Netflix, HBO, Amazon Prime, a las video llamadas, a la formación online y al teletrabajo. Para atontarnos, para no salir de casa, para no pensar, para no protestar. Todo bajo el yugo del miedo.

Un sentimiento, como otro cualquiera, que siempre anda por ahí para asustarnos.

Relato inspirado en la canción Miedo de M Clan.

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