6. Juernes

Nakia asistió a clases en su facultad por la mañana, portando la maleta con su ropa. Después de clase, se fue directamente a la estación de tren para regresar a su ciudad de origen.
Era jueves, treinta y uno de octubre de mil novecientos noventa y uno. Al día siguiente, viernes, era festivo y ella volvía a casa por el Puente de Todos los Santos.
Estaba contenta por volver a ver a sus padres, a su hermana y a sus amigas. Tenía muchas cosas que contarles; de sus estudios, de la gente de su clase, de las compañeras de la residencia de estudiantes y, en general, de su nueva vida en la ciudad andaluza.
Llegó con tiempo a la estación ferroviaria, buscó el andén, su tren y se subió.
Buscó su asiento y se sentó, en ventanilla, le gustaba ver el paisaje. El vagón ya estaba bastante lleno. Normal, era puente y mucha gente regresaba a sus casas o emprendían una escapada vacacional. El asiento de al lado estaba vacío. Nakia se preguntaba si estaría vendido o no y quién lo ocuparía. A los siete minutos se despejó su duda. Vio entrar por la puerta del vagón a tres chicos vestidos de soldados, cargados con sus petates. Intuyó que estaban haciendo el servicio militar y regresaban a sus casas en el puente. Uno se sentó junto a Nakia y los otros dos lo hicieron en los asientos de delante.
Diez minutos después, el tren inició la marcha. Nakia se acurrucó en su asiento, ladeada hacia la ventana, viendo el paisaje, escuchando de vez en cuando la conversación de los soldados y, de cuando en vez, ensimismada en sus pensamientos.
Los chicos iban hablando de sus anécdotas en el cuartel y de las cosas que iban a hacer cuando llegasen a sus casas. Echaban de menos la vida indisciplinada, salir de marcha, ver la tele un montón de rato, dormir sin despertador y, principalmente, saborear sus platos favoritos cocinados por sus madres.
En ese aspecto, Nakia se sentía identificada con ellos. Ella también echaba de menos ver la tele a gusto, pues en la residencia eran cuarenta y cinco chicas y había que adaptarse a quienes hubiesen pillado primero la sala de la televisión. No tendría que madrugar para ir a clase y su madre le cocinaría sus platos preferidos que hacía tiempo que no degustaba. La comida de la residencia no estaba mal, pero tampoco era una delicia. Las comidas y cenas se servían a la hora exacta. Si llegabas a tiempo comías caliente. Si no, tu compañera de habitación te guardaba el plato, pero cuando llegabas, estaba frío. Eso no pasaría en su casa.
Además, quedaría con sus amigas para salir de marcha y para tomar café. Se contarían las unas a las otras todas sus historietas. Cosas de la Uni. Cada una estaba estudiando una carrera diferente, así que no coincidían en amistades nuevas, asignaturas, profesorado… También se contarían cosas de los fines de semana. Ellas vivían allí, en la ciudad de origen de Nakia, y salían todos los viernes y sábados de marcha, y los domingos quedaban a tomar café.
La ciudad era pequeña. Ellas vivían allí desde que nacieron. Así que casi todo el mundo se conocía de vista o de oídas. Se contarían cotilleos de la gente de allí, de su ciudad.
De pronto, un estruendo espabiló a Nakia de su ensimismamiento. Vio cómo se precipitaba por la ladera de la montaña y sintió el enorme peso del soldado acompañante, dos maletas y un petate.
En nanosegundos, su cerebro pensó todo lo que no había pensado en una vida entera.
Como dice todo el mundo que experimenta algo así, vio pasar toda su vida, dándose cuenta de dos cosas. Por un lado, vio pasar todo lo que había hecho en la vida diferenciando entre las cosas importantes y las que eran una tontería. Por otro lado, listó todo lo que no había hecho aún y que iba a dejar pendiente por hacer.
En esa película yotta-exprés vio a toda su gente; familiares, amigos, conocidos y gente circunstancial. Aparecían por importancia o por circunstancia. Dieciocho años de vida visualizados en dos segundos. Esa capacidad la puso Dios en el ser humano para que veas “tu” resumen antes de irte al otro mundo. Es como cuando echan a un concursante de Gran Hermano y le ponen vídeos de su paso por la casa.
Pensó que había llegado su hora. En ese instante no sintió miedo, más bien tristeza. Es una sensación de asimilar que te marchas antes de tiempo, pero que Dios te podría haber permitido un rato más. Siguiendo con la similitud de Gran Hermano, como cuando te nominan y el jueves, como aquel día, te expulsan de la casa. El concursante lo asume, pero le da pena porque se podría haber quedado más tiempo.
Todo el mundo gritaba y lloraba. Fueron momentos de pánico y horror. De repente, se hizo un silencio sepulcral. El vagón se quedó quieto.
En seguida, los pasajeros empezaron a hablar poco a poco. Los familiares y amigos se preguntaban unos a otros si estaban bien.
Nakia viajaba sola. Es en ese momento, contradictoriamente, cuando sintió miedo. No tenía a quien preguntarle ni nadie que se preocupase por ella. Se sentía aplastada, estaba debajo de todo ese peso y le dolía horriblemente la cadera derecha.
— ¡Por favor, Dios mío! ¿Cuánto pesa este tío? Si está delgado… ¿Estará muerto? – se preguntaba Nakia.
Ella empujaba con todas sus fuerzas para quitárselo de encima, pero no lograba moverlo ni un centímetro.
— ¿Estás bien? – le preguntó al soldado.
—Sí, gracias – contestó él.
—Pues quítate que me estás aplastando – sugirió ella.
—Es que no puedo. Se han encajonado las maletas y nos las puedo apartar – explicó él.
—Puff, me estoy agobiando – dijo ella en un tono algo desesperado.
—Dame la mano – le dijo él extendiendo su brazo como pudo.
Ella agarró su mano. No sabía exactamente quién necesitaba la mano de quién. Pero ahí estaba ella con su mano entrelazada a la de un desconocido. Si ya le resultaba imposible sacar las maletas con dos manos, pues con una, más difícil todavía.
¿Sabes de esas películas americanas en las que un coche se queda colgando de un puente y si el individuo de dentro se mueve, se cae el coche al vacío? Pues así más o menos se quedó el vagón, fuera de la vía sobre la ladera de la montaña. Si se hubiera movido un poco más, probablemente habría rodado colina abajo.
Así que había que salir de allí, uno por uno, muy lentamente. Niños, ancianos, mujeres, todos. Deslizándose por el suelo centímetro a centímetro.
Sus dos colegas fueron quienes tomaron el mando de la situación y, dando instrucciones, fueron evacuando a todos los pasajeros de allí. Todo esto llevó cerca de una eterna hora.
En esa larga espera estaban cuando a Nakia se le escapó por su boca:
—Tengo miedo
Entonces el soldado le apretó aún más la mano. Eso era poco para ella. Necesitaba un abrazo fuerte. Ya anochecía, no había apenas luz, no se veía una mierda, sentía que le faltaba cada vez más el aire ahí espachurrada y le dolía la cadera. ¿Qué les habrían dicho a los familiares que esperaban su llegada en la estación?
Por fin, llegó su turno. Los colegas apartaron las maletas y el petate muy lentamente. Salió su… ¿cómo llamarlo?, el soldado que viajaba junto a ella. Se soltaron y se deslizó muy despacio. Entonces la miró y le ordenó:
— ¡Sal!
—No sé si podré, me duele un montón la cadera – respondió ella
—Sí, sí puedes. ¡Sal! – volvió a ordenar.
—Vaya, lo de dar órdenes sí que lo ha aprendido bien en la mili – pensó Nakia.
Hizo el amago de levantarse, pero le recordaron que debía arrastrarse lentamente por el suelo. Y así, lo hizo.
Por el pasillo del vagón iban deslizándose los cuatro; Nakia en cabeza y a continuación los tres soldados. Inmediatamente detrás de ella iba “su” soldado. Le iba dando ánimos: “¡Muy bien! ¡Así, coño! ¿Ves como sí puedes, joder? ¡Con dos cojones! ¡Vamos a salir de este puto tren y nos vamos a ir a nuestra puta casa!”
—Cuántos tacos dice este tío – pensó Nakia. Estaría nervioso y era una manera de desfogar. Durante el trayecto no le había escuchado tantos tacos, o quizá sí pero no se fijó en ello.
Llegó a la puerta del vagón. Había que saltar al otro, que estaba unos metros más arriba.
—No sé si podré levantarme, me duele la cadera – explicó ella.
—Espera – interrumpió otro de los soldados – vamos a pasar primero nosotros y te ayudamos.
—Vale – agradeció ella.
Se adelantaron los dos compañeros que llevaban la voz cantante, arrastrándose por encima de ella, y saltaron al otro vagón. Su soldado se quedó detrás de ella por si tenía que ayudarle.
—Yo no puedo saltar – rompió a llorar Nakia finalmente. Llevaba mucho rato conteniendo las lágrimas, el miedo y el dolor – me duele la cadera.
— ¡Que saltes, coño! – gritó su soldado.
— ¿No ves que me voy a matar? – preguntó ella con un grito de desesperación. Su ritmo respiratorio era jadeante. Estaba entrando en un ataque de ansiedad, y esto también ponía nervioso a su colega. A fin de cuentas, por mucha mili que llevase, era un muchacho aproximadamente de su edad.
—Si no saltas, vas a morir igual. No tienes otra opción. Han saltado niños y abuelos. Así que haz el favor de saltar. Es saltar o morir – le explicó él con voz más calmada ante un gesto que le hizo su compañero para que apaciguara.
Nakia se armó de valor. Efectivamente, no había otra opción. Contó hasta tres y saltó.
— ¡Con dos cojones! – gritó de alegría su soldado. Y eso se convertiría en el lema de Nakia ante las situaciones difíciles.
Nakia subió la montaña con los tres soldados hasta la carretera donde esperaban los autobuses para llevarles a sus destinos. Desde arriba, se distinguía la figura del tren destrozado. Una imagen que jamás olvidaría.
En el autobús se sentaron en la misma distribución. Nakia dijo:
—Voy a ver si me duermo un poco – apoyándose en el cristal del bus para intentar dormirse.
—Te puedes apoyar en mí – le indicó su soldado moviendo el hombro a modo de ofrecimiento
—Gracias, lo prefiero – agradeció ella cambiando la postura en su asiento para apoyar la cabeza en el hombro de su soldado. Se agarró a su brazo y lloró. No podía evitar que las lágrimas rodasen por sus mejillas. La situación le había “overwhelmed” y estaba sola. No tenía a nadie más que a él. Finalmente, el agradable olor del escaso perfume de Massimo Dutti del que aún estaba impregnado hizo que ella se durmiera.
Llegaron al destino de Nakia y él le despertó unos minutos antes:
—Ya estamos llegando a tu destino – le avisó él - ¿Has descansado algo?
—Sí, he dormido poco pero profundamente
El autobús se detuvo y el chófer gritó el nombre del destino.
Nakia se levantó de su asiento. Él encogió las piernas para dejarle pasar. Ella le miró y se despidió:
—Aunque suene a una despedida de película, que sepas que nunca te voy a olvidar. Has sido mi salvador y te estaré eternamente agradecida
Él se sonrojó:
—Venga, hasta la próxima.
— ¡Buen viaje! – le deseó Nakia. Y se bajó del bus a reunirse con sus padres.
¿Quién sabe? A lo mejor volvían a coincidir en ese trayecto…
Nakia intentaba sacar algo positivo de este episodio, pero por más que lo buscaba, no lo encontraba. Pensó, eso sí, que si fue capaz de dar aquel salto, ella sería capaz de saltar desde un primer piso al estilo Lara Croft.
Nakia solo asistió a una charla con el psicólogo. En aquella sesión le hizo hincapié en dos cosas.
Lo primero, que cuando suceden este tipo de situaciones estresantes, siempre hay algún detalle que se olvida aunque uno crea que se acuerda perfectamente de todo.
Lo segundo, que a partir de entonces su cerebro sería selectivo en fijarse más en los pequeños detalles que en otras cosas aparentemente más fáciles o importantes.
Años después, estaba viendo el telediario en casa con sus padres y salió una noticia de un tren que había descarrilado en una provincia española. En las imágenes, se veía a la gente saliendo de los vagones con su equipaje.
—Vamos, que lo único que deseas en esos casos es salir de ahí con vida, y la gente se preocupa en recoger su equipaje. Yo flipo – criticó Nakia
—Pues tú viniste con tu maleta – le recordó su madre.
Es verdad. Nakia viajó todo el tiempo con su maleta, en el tren y en el autocar. Efectivamente, no recuerda en ningún momento cuando la cogió. En ningún momento de su secuencia de imágenes aparece la maleta, solo el miedo, el dolor, la soledad y el instinto de supervivencia.
Con el paso de los años, se dio cuenta de que, lo que le había dicho el psicólogo era cierto. Cuando recordaba situaciones y anécdotas con su gente, se acordaba de cosas pequeñas que no se acordaban los demás, y había olvidado otras cosas que todos recordaban perfectamente y como que eran muy obvias.
Cuando más o menos ya había pasado bastante tiempo y casi se le estaba olvidando esa experiencia, el once de marzo de dos mil cuatro, casualmente jueves, hubo un atentado terrorista en varios trenes de Madrid.
Esas imágenes de los trenes destrozados le recordaban a Nakia su amarga experiencia, pues también tenía en la retina la imagen de su tren. No solo ese año en el que aconteció el suceso, sino todos los posteriores, pues cada once de marzo se homenajea a las víctimas de ese cruel atentado y sale, aunque sea una pincelada, en las noticias.
Hace tiempo que Nakia, los once de marzo, no ve el telediario, ni las redes sociales, ni Internet. Intenta ocupar su mente para no pensar en ello, pero es casi inevitable que en algún momento del día, no le invada ese recuerdo.
Años más tarde, ella estuvo trabajando en Madrid seis meses. Se desplazaba allí en tren desde su ciudad de origen todas las mañanas. En el viaje de ida, mientras esperaba en el andén de la estación de su ciudad de origen, Nakia se encontraba con Manuel, el amigo de Juanfra. Cuando subía al tren, se sentaba en su asiento y dormitaba recordando a su amigo. Llegaba a Atocha y entraba en la vorágine del metro y las prisas mañaneras. En el viaje de regreso, Nakia debía esperar en Atocha cerca de una hora. Aprovechaba para comer algo rápido en la sala de espera de acceso a los trenes. Desde hacía varios años, la estación estaba invadida de policías perfectamente armados. España estaba en alerta cuatro por amenaza terrorista. Los policías, la alerta terrorista, la estación, el atentado del once eme, su terrible experiencia… eran pensamientos asociados que la asaltaban de manera involuntaria. Trataba de no pensar en ello, sino en su trabajo; lo que había hecho por la mañana y lo que debería hacer al día siguiente, y en su casa; las tareas del hogar y sus hijos.
Sentía ese miedo a diario. Era un miedo real. No era un miedo al compromiso, miedo al fracaso, miedo irracional por un pensamiento imaginario, miedo al ridículo, a la incertidumbre, al éxito, a la soledad u otros tipos de miedo que se pueden calificar más como frustraciones, temores o decepciones con circunstancias, terceras personas o uno mismo. Era el miedo metido en su propio cuerpo, miedo desde dentro.
Finalmente, terminó su contrato de trabajo y dejó de viajar a diario a Madrid.
En su día a día, trataba de no pensar en aquel accidente, distraerse entre sus obligaciones y sus aficiones, excepto cuando miraba el calendario y veía que al día siguiente era once de marzo. Entonces, solo le animaba acordarse de su soldado y su agradable olor a Massimo Dutti.

Dedicado a todos los héroes anónimos y a los supervivientes de una situación de pánico y horror.

Fragmento inspirado en la canción Jueves de La Oreja de Van Gogh

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