22. Pinfloi

Un fin de semana cualquiera, Nakia bajó a la ciudad andaluza. Sus amigos habían quedado el sábado para pasar un día de campo.

Se alojó en la casa de Iván. Tenía un cuarto de invitados y ella podía quedarse allí sin problema.

El sábado, madrugaron para estar a las 10h en un merendero en la sierra. Todos llegaron mucho antes de lo previsto. Se saludaron y empezaron a descargar comida y bebida de los maleteros de los coches. Habían decidido días atrás que cocinarían unas migas. Así que se pusieron manos a la obra.

Otro grupo, decidió subir a lo alto de la montaña para ejercitarse y, de paso, hacer hambre. Les daría tiempo de regresar para mediodía.

Hacía un sol espléndido. Nakia dudó entre ataviarse con un pantalón de chándal que le daba más calor, o unas mallas que eran más frescas y estilizaban su figura. Finalmente, optó por lo segundo. Se puso una camiseta y las botas de montaña, eso sí. También había echado al coche un forro polar, por si acaso. Decidió llevarlo consigo en la subida ya que hacía algo de relente mañanero y ella era friolera.

Aunque el día iría levantando y, probablemente, le sobraría. En ese caso, se lo ataría a la cintura.

En ese grupo aventurero estaban Iván, Carlos, Ruth, Dani y Javier. Emprendieron marcha. Aunque resultaba una caminata agotadora, iban hablando y riendo de sus cosas. Cuando Nakia rompió a sudar, se ató el forro polar a la cintura y le dio a Iván el móvil para que lo guardase en la mochila. Ella lo había llevado en el bolsillo de la sudadera pero ahora, le iba golpeando en los gemelos conforme subían la montaña. Iván lo guardó en uno de los bolsillos. Total, no había cobertura…

De repente, el cielo se encapotó. La temperatura bajó bruscamente y empezó a nevar de manera copiosa. En cuestión de veinte minutos, la falda de la montaña se cubrió de un manto blanco que escondía los caminos.

—Iván ¿tú sabes por dónde estamos, verdad? No se ve un pijo las sendas. Estamos en tus manos – le recordó Carlos.

Iván era el más experto del grupo en cuanto a orientarse en la montaña, así que todos confiaban en él. Sin embargo, aunque Iván era el más veterano de ellos en esos lares, cuando el paisaje se tornó blanco perdió toda referencia adquirida hasta el momento.

A lo lejos, vieron un refugio y decidieron entrar en él. Se protegerían del intenso frío de fuera. Nakia iba empapada. La nieve había calado el forro polar, la camiseta y las mallas. No llevaba nada más. El agua era fría y el viento también. Estuvieron quizá media hora en el refugio esperando a que la ventisca aminorase. Por el contrario, cada vez apretaba más.

Iván sugirió:

—Creo que lo más conveniente es que prosigamos la marcha. Si aprieta el temporal es peor que nos quedemos. Se nos va a hacer de noche y, de momento, la capa blanca es menos espesa. Además, a menor altitud, menor cantidad de nieve.

Todos siguieron su consejo y emprendieron marcha. Iván estaba totalmente desorientado. El único objetivo era bajar la montaña. Marcaban ciertos puntos como objetivos y trataban de alcanzarlos. Caminaban campo a través. Pisando nieve.

Al cabo de un rato, llegaron a una zona más frondosa de árboles. Nakia estaba helada de frío. Se agachó para atarse los cordones de la bota derecha que se le habían desatado. Le costó. Tenía las manos congeladas, sin guantes. Se irguió y se encontró sola.

— ¿Dónde están? – Se preguntó — Solo he tardado un minuto.

— ¡Iván! – Alzó la voz — Chicos, ¿dónde estáis? – preguntó a voces.

Nadie le contestó.

— ¡No puede ser! — Pensó — Me estarán gastando una broma.

Siguió hacia delante acelerando el paso para darles alcance. Siguiendo lo que ella pensaba que eran sus huellas, de pronto interrumpidas en medio de la blancura. Transcurridos cinco minutos, empezó a preocuparse de veras.

— ¡Joder! Ya les tenía que haber visto — se quejó. Sus amigos vestían prendas de color flúor. No era posible que no los divisara en cierta distancia.

— ¡Iván! ¡Carlos! ¡Ruth! ¡Daniel! – gritó con todas sus fuerzas. No obtuvo respuesta. Nakia se estaba cabreando y preocupando al mismo tiempo.

— ¡Joder! Si es una broma, ya se están pasando. Si no lo es, estoy en un embrollo muy chungo — se decía a sí misma.

Anduvo un laaaaaargo trayecto. Llorando. De preocupación y de miedo.

A lo lejos vio un perro.

— ¡Perrito, bonito, ven aquí! — llamó al animal. Hoy día es raro que haya perros callejeros sin dueño. Efectivamente, aquella mascota tenía una chapa con el nombre de Pinfloi.

—El chucho es feo de cojones, pero a lo mejor es mi salvación – pensó.

—Pinfloi, llévame con tus amos. Venga, bonito, ¿dónde está tu casita? — preguntó al can.

El perro trotaba con decisión. Nakia le siguió lo más rápido que pudo.

De repente, Nakia pensó:

—A lo mejor es el perro de un pastor follaovejas, que me viola, me asesina con un machete, me descuartiza y me desparrama por el campo. O quizás su dueño es un cazador furtivo que, al saber que le he descubierto gracias a su perro, me dispara y me abandona escondida en unos matorrales.  O tal vez sus amos son una pareja de turistas de campo que, con suerte, saben más que yo de la montaña. O puede ser que… - los pensamientos de Nakia eran muy diversos y con tendencia a la negatividad.

En aquellas circunstancias, sea como fuere, Nakia no tenía ninguna otra opción. Tenía que elegir entre que el perro le llevase ante alguien desconocido en mitad del campo, o quedarse sola en mitad de la nada sin saber ni dónde estaba, ni cuánto tiempo iba a estar perdida.

A lo lejos, escuchó una voz masculina llamando al perro.

Conforme se acercó, distinguió a tres excursionistas.

— ¡Madre mía! Tres tíos y yo aquí, sin civilización alrededor – pensó viéndose en una escena sin escapatoria.

No le quedaba otra que resignarse a esa situación. Nakia llegó junto a ellos.

—Hola chicos. ¿Vosotros sabéis dónde está el merendero? Es que me he perdido de mi grupo y hemos aparcado allí. Tampoco llevo móvil — confesó arrepintiéndose de haber facilitado ese dato. Se habían encontrado a una chica joven en mitad del campo, perdida, y sin manera de ser localizada.

—Eso pilla a unos veinte kilómetros. Si no sabes guiarte, te perderás – contestó uno de ellos.

—No es posible – contra argumentó ella – Hemos salido a las diez de la mañana y debe ser la una de mediodía. No nos ha dado tiempo de andar tanto.

—Son las siete de la tarde, maja – aclaró otro de ellos.

—Me sé algunos teléfonos de memoria. ¿Os importaría llamarles para decirles que estoy por aquí? – sugirió Nakia.

Hicieron el intento pero no había cobertura.

—Nosotros vamos hacia El Poblacho. Está a trece kilómetros. Vente con nosotros y cuando lleguemos, les llamamos — invitó el tercero de los chavales.

—Vale — aceptó ella.

Empezaron a andar. Le ofrecieron agua y un bocata de chóped. Justo lo que Nakia detestaba, pero no hizo ascos en aquella ocasión.

Finalmente, ya con noche cerrada, llegaron a la aldea.

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Iván iba el primero. Estaba preocupado. Sus amigos confiaban en él pero no tenía ni pajolera idea de dónde estaban. Se sentía responsable de ellos. Los demás andaban en fila detrás de él. También se sentían inquietos porque se daban cuenta de la preocupación y la desubicación de Iván. Al mismo tiempo, pensaban en la culpabilidad, la imprudencia y la irresponsabilidad de no haber mirado el parte meteorológico antes de iniciar la subida, de no llevar agua suficiente, de no llevar nada de víveres, y de no vestir atuendos adecuados. Callados. La ventisca era tan fuerte que apenas se escuchaban entre ellos.

— ¿Dónde está Nakia? — preguntó Carlos.

—No sé — contestó Ruth — iba detrás de nosotros.

— ¡Nakia! ¡Nakia! — gritaron a pleno pulmón. No obtuvieron respuesta.

— ¡Me cago en Dios! Esta niña ¿está tonta o qué? ¿Qué pretende? ¿Llamar la atención? — exclamó Iván. Estaba furioso. Era la gota que colmaba el vaso. Estaban perdidos y, encima, Nakia se había extraviado de ellos. La situación le sobrepasaba.

—Ahora ¿qué hacemos? – Preguntó Ruth — No la podemos dejar sola en el campo. Se va a hacer de noche. Hay que buscarla y encontrarla — casi ordenó.

—No — negó Iván — No es buena idea. Me duele decir esto pero…, creo que es mejor que intentemos llegar al punto de encuentro y reunirnos con los demás. A lo mejor llega ella antes que nosotros. De no ser así, entonces avisaremos a la Guardia Civil.

Era una decisión dura emocionalmente, pero la más acertada racionalmente. Trató de convencerse a sí mismo.

Llegaron al merendero. Preguntaron por Nakia, quien no había llegado. Contaron todo lo acontecido y avisaron a la benemérita para que iniciasen la búsqueda. Anochecía. La mayoría se marchó a sus casas. Agotados de haber disfrutado un soleado día de primavera en el merendero. Allí se quedó Iván acompañado de Carlos y Daniel. Él no se podía marchar. Tenía que llevar a Nakia a su casa.

Al cabo de un par de horas, sonó su móvil. Era un número desconocido para él. Al otro lado escuchó a una voz masculina que le preguntaba:

— ¿Iván?

—Sí, soy yo — respondió.

—Mira, está con nosotros tu amiga Nakia. La hemos encontrado por el camino. Estamos en El Poblacho. Te paso con ella.

—Iván, soy yo. No sé qué ha pasado. Me agaché a abrocharme los cordones de la bota y, en cuestión de segundos, habíais desaparecido ¡Qué susto he pasado! – explicó ella entre sollozos.

—Vale, tranquilízate. Voy a avisar a la Guardia Civil de que ya te hemos localizado. Voy con el coche a El Poblacho a recogerte – respondió él.

Iván sabía que no era momento de regañarle, ni reprocharle nada. Se ponía en su lugar y era fácil imaginarse el miedo que debería haber pasado sola en la montaña.

Iván condujo hasta la aldea. Se bajó del vehículo. Se miraron. Una mirada con mezcla de sentimientos; el enfado por la situación vivida y la alegría del reencuentro.

Se abrazaron.

—He tenido mucho miedo y mucha preocupación — comentó ella.

—Yo también me he asustado — asintió él.

Se montaron en el coche.

—Siento haberme perdido, Iván. Siento haberte preocupado a ti y a los demás — lamentó Nakia.

—Yo siento no haber estado más pendiente y haber fallado en la confianza que los demás depositaron en mí — justificó Iván — Pero bueno, ya pasó todo. Ahora vamos a planificar qué vamos a hacer esta noche. Compré pizza marinera. Tu favorita. Podemos ver una peli. Yo estoy cansado para salir por ahí. Bastante paseo hemos dado hoy.

—Me parece un plan perfecto — apoyó ella.

Llegaron a casa de Iván.

Lo primero que hizo Nakia fue ducharse. Estaba empapada y con el frío metido en el cuerpo todavía. Se puso ropa seca que le prestó Iván. Aun estando limpia del cajón, olía a él. Nakia se sentía reconfortada envuelta en su aroma. Un sentimiento de protección, como en casa.

Nakia se quedó recostada y dormida en su hombro, sentados en el sofá. Se había dejado una pequeña porción de pizza.

Iván se levantó con suavidad para dejarla tumbada en el sofá y arroparle con una manta. Ella abrió los ojos.

—Perdona por haberte despertado. Me subo a mi cama. Estoy agotado y no logro dormir aquí. Estoy muy a gusto contigo, pero estaremos más cómodos si nos acostamos — dijo él.

Ella tomó su mano sin que él se lo pidiera y subieron juntos a su habitación. Nakia no se acordó que ella se alojaba en el cuarto de invitados. Él tampoco se lo recordó.

Nakia se dejó caer sobre el colchón. Él la cubrió con el edredón. Se metió en la cama mirando hacia ella. Jugueteó con algunos mechones de su cabello. Acarició sus labios con el pulgar izquierdo. Ella estaba profundamente dormida y no pudo escuchar el único “te quiero” que él le declaró en su vida. La besó… en la frente.

Entrelazó sus manos y se arrimó a ella. Acurrucando su cuerpo y amoldando su postura a la de ella. El resto de la noche, disfrutó cómo la respiración de Nakia acariciaba su pecho.

Cerró los ojos intuyendo y deseando soñar bonito con ella.

Relato inspirado en la canción Como un lobo de Miguel Bosé 

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