30. El Yesterday de Auschwitz

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El autocar salía a las 06.00 de la madrugada.

Nakia y todo el grupo juvenil estaban sentados en el autocar que salía a las seis de la madrugada rumbo a Czestochowa, donde se iba a celebrar una Jornada Mundial de la Juventud. Ilusionada por ir a ver al Papa Juan Pablo II.

El viaje prometía ser una experiencia inolvidable. Desde España a Polonia atravesarían muchos países y visitarían muchas ciudades: Estrasburgo, Núremberg, Praga, Katowice, Varsovia, Cracovia, Lausanne, Carcasonne... Nada más que por eso, aparte de la connotación religiosa, merecía la pena.

En Czestochowa se alojaron en un campo de fútbol, junto con otros grupos de jóvenes rusos.

Acamparon en el terreno de juego y por la tarde salieron a dar una vuelta por la ciudad. El grupo de amigos con quienes iba Nakia se perdieron. Intentaron preguntar a la gente del lugar cómo llegar al campo de fútbol, en inglés, of course. Allí nadie parecía entender nada de nada en absoluto. Los polacos se les quedaban mirando como si estuvieran viendo extraterrestres. Llegó un momento en que su grupo español ni intentaba expresar frases en inglés, se limitaban a decir palabras como “football”, “sport”, “religious meeting”… A ver si solo entendiendo eso, les podían indicar a base de gestos, en plan indio. Pero ni con esas. Total, que dieron vueltas y más vueltas hasta que, por casualidad, llegaron al dichoso estadio. Nakia experimentó en aquella situación el sentimiento de incomprensión, la nulidad, el ser ignorado… Ella estudiaba inglés en el instituto y daba por hecho que en todos los países sería así. Quizás con distintos niveles de inglés (más alto o más bajo) pero con un mínimo de palabras internacionales. Era como si se encontraran con un marciano que se te queda mirando y no sabes ni lo que piensa porque no hay ninguna expresión en su cara. Ni siquiera de desconcierto.

La primera mañana allí, Nakia hizo cola para coger en una taza su ración de agua correspondiente para lavarse. Desconocía los motivos de por qué escaseaba el agua, pero cada mañana aguardaba su turno para esos treinta y tres centilitros de agua que le permitían lavarse los dientes, la cara y poco más.

Esa primera mañana, delante de ella había un muchacho ruso rubio, delgado y muy guapo. Lo cierto es que casi todos llamaban su atención, más por la novedad que por otra cosa. El resto del día transcurrió en las actividades de la jornada juvenil.

A la mañana siguiente, a Nakia le correspondía su turno de ducha. No podía perderlo. De ser así, perdería su turno hasta el siguiente correspondiente el penúltimo día. Y allí estaba él, el muchacho ruso, haciendo cola para las duchas de los hombres.

— ¡Qué suerte que le haya tocado el mismo día que a mí! – Pensó Nakia – Así le puedo observar.

Estuvo recreando su mirada. Observó sus facciones faciales; sus ojos azules, su tez blanca, su espléndida sonrisa a través de sus finos labios, y una nariz pequeña y algo respingona. Se fijó en su torso desnudo, fibroso, sin apenas vello o quizás era un vello muy rubio que pasaba desapercibido. Su bañador tipo bermuda escondía también unas piernas delgadas pero fibrosas. Y sus pies desnudos cubiertos por las tiras de las chanclas.

—Seguro que calza un cuarenta y cuatro – se dijo Nakia mientras no apartaba los ojos de aquel chico.

De pronto, una chica rusa le empujó en el hombro indicando a Nakia que era el momento de entrar en la ducha.

Aquella misma noche, hubo una velada en el campo de fútbol. Quien quisiera, podía mostrar alguna habilidad para entretener a los demás. Eso sí, si era algo hablado, tipo contar historias o chistes, había que hacerlo en inglés.

El primero que salió a escena fue su muchacho ruso. A la luz de los tenues focos iluminando su blanca tez, comenzó a cantar el Yesterday de The Beattles. Sentado en el suelo con una guitarra. Su voz y él. Y un silencio sepulcral bajo la atenta mirada de mil doscientas personas. Nakia entre ellas. Este fue otro de esos momentos inolvidables en la vida de Nakia. Desde entonces, cada vez que en su vida escuchase esa canción, siempre se acordaría de su muchacho ruso y su potente voz en el silencio de la noche.

Al día siguiente les llevaron de excursión al campo de concentración y exterminio de Auschwitz. Nakia quedó impresionada por toda aquella recreación siniestra y morbosa. Muros de fusilamiento, cámaras de gas, antiguos barracones… lo que dejó realmente en shock a Nakia fue una sala donde se exponían fotos con personas torturadas.

En concreto, una foto donde se veía a una mujer embarazada tumbada en una camilla, con las piernas cerradas atadas por correas y unos nazis golpeando su barriga. Cierto es que una cámara de fotos solo capta el segundo del disparo de la misma, pero ¡madre mía!, en solo ese segundo se manifestaba una historia personal atroz y una historia social devastadora.

— ¡Por Dios! La mujer está dando a luz y le están cerrando las piernas para que no pueda parir. Además de los dolores normales de un parto, la mujer no podía expulsar al bebé. Es más, aquellos hombres le golpeaban la barriga ¿Cómo la habrían llevado hasta la camilla? ¿Cómo la habrían desnudado? ¿Cómo ninguno de ellos podría compadecerse ante los desgarradores gritos de dolor ante tal tortura? Y después, una vez que el niño hubiera muerto ¿qué harían con ella? ¿La rajarían a lo bestia y le sacarían al niño? ¿Habría muerto ella también y la habrían dejado ahí como perro abandonado? – Se preguntaba Nakia - ¿Cuál sería la historia previa de esa madre? ¿Sería ese bebé un niño deseado con su marido meses atrás? ¿Habría sido violada por un nazi? Gestar nueve meses para que luego lleguen unos desalmados y maten a la madre y al niño de aquella manera brutal.

Nakia seguía andando por la sala museo observando fotos, a cual más repugnante.

Otra foto que le causó pavor fue la de un hombre al que le sesgaban los globos oculares con una cuchilla de afeitar tipo Gillette. Un segundo. Un segundo que arrojaba una situación nauseabunda. La cara ensangrentada de pánico y horror del hombre. Los soldados riéndose.

— ¿Y el fotógrafo? – Se preguntó Nakia - ¿Disfrutaría haciendo esas fotos? ¿Se vería obligado por el régimen a dispararlas? A lo mejor tenía que hacerlo así para sobrevivir. ¿Acabaría suicidándose al darse cuenta de que, en parte, era cómplice de esas atrocidades?

De nuevo en el autocar, Nakia se tomó una biodramina. Empezaba a marearse. No sabía si del viaje o de las fotos vomitivas que había contemplado. En ese momento, en la radio empezó a sonar…

“Yesterday, all my troubles seemed so far away…”

Y se refugió en el recuerdo de la noche anterior con su muchacho ruso.

Relato inspirado en la canción Libertad de Nil Moliner

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