1. Los "te quiero" camuflados

Cuando Nakia tenía dieciséis años, se apuntó a clases de piano en el Conservatorio. Coincidió con Juanfra.
Juanfra medía un metro ochenta y un centímetros, tenía un cuerpo bastante musculoso, fuerte y entraba dentro de los cánones de belleza marcados por la sociedad. Sus ojos eran negros azabache y su mentón prominente y lampiño. Todas las niñas del Conservatorio y algunas compañeras de la clase de Nakia estaban coladitas por sus huesos. Nakia también.
Además, Juanfra era muy alegre, risueño, gracioso y simpático. Siempre estaba de guasa y con mucho sentido del humor.
Se daba la circunstancia de que Juanfra vivía en el trayecto que Nakia debía recorrer para ir al Conservatorio, por lo que siempre Nakia se reunía con él en una esquina donde quedaban y, al regreso, separaban ahí sus caminos.
Se hicieron muy amigos. Iban al Conservatorio los lunes, miércoles y viernes. Además, los viernes, toda la clase salía a tomar unas cañas, las cañas de los viernes.
Nakia estaba muy enamorada de Juanfra, y se atrevía a decir que Juanfra lo estaba de ella.
Él le decía en repetidas ocasiones:
— Nakia, eres muy guapa. Estás súper buena. Me pones. Me encantas. Me vuelves loco.
Ella se ruborizaba:
— ¿Lo dirá en serio? – Pensaba.
— ¡Qué cosas dices, Juanfra! Seguro que esto se lo sueltas a todas.
— Claro que sí, a ver si cuela. Pero te lo digo a ti también porque me gustas. Si no me gustases, no te lo diría – afirmaba él con descaro.
Él siempre hablaba de forma directa. No se andaba con rodeos, ni con indirectas, ni con insinuaciones ni ambigüedades. Él le decía a Nakia abiertamente que estaba colado por ella. Eso sí, lo expresaba de forma jocosa entre bromas, chistes y chascarrillos. Por eso Nakia dudaba de si serían ciertas esas palabras. Juanfra no se cortaba en piropearla y decirle lo estupenda que era. Sin embargo, Nakia se infravaloraba. Ella se consideraba del montón, ni guapa ni fea. No entendía cómo un chico tan guapo que podía tener a su disposición a cualquier muchacha más guapa, se hubiese fijado en ella. O solo la quería para enrollarse y punto, porque a veces, entre bromas, también lo manifestaba él así.
Nakia se divertía mucho con Juanfra. Valoraba que no podrían ser pareja porque cuando llevaba gran rato con él, le dolía el estómago y la mandíbula de tanto reírse.
Un día regresaban de sus clases de piano y se pararon en la esquina de la casa de Juanfra a hablar. Entre broma y broma, Juanfra le dijo:
— Nakia, ¿te has dado cuenta de que siempre me dices los “te quiero” camuflados?
— No. ¿Cómo es un “te quiero” camuflado? – preguntó entonces ella.
— Pues que no dices un “te quiero” a secas. Siempre lo dices entremedias de una frase. Por ejemplo, cuando nos despedimos me dices “Bueno, Juanfra, que te quiero, chico. El lunes me paso por aquí a la misma hora de siempre”. Pero nunca me dices “te quiero” y punto – le explicó él.
— Te quiero y punto ¿Así te gusta? – dijo ella con tono de burla.
— Dime solo “te quiero” – le pidió él.
— Te quiero – obedeció ella.
— Yo también. Con locura desde lo más profundo de mi corazón – confesó él.
La cogió por la cintura, la apretó fuertemente contra él y la besó. Allí, en medio de la calle, a plena luz del día, un día de diario, ambos en chándal, sin velas, sin cenas, sin escenario romántico. Un beso largo e interminable. Nakia sintió que el amor traspasaba de uno a otro. Bueno, más que amor, el deseo y la lujuria. Sus lenguas jugueteaban y se entrelazaban acompasadas y armonizadas. Nakia sentía un calor agradable que le recorría todo el cuerpo. Sentía las manos de Juanfra en su cintura sujetándola de manera firme, fuerte y segura.
— Podría estar así horas, toda mi vida besándonos sin parar – pensó ella.
Respondió a ese beso hasta que él decidió finalizarlo. Separaron sus labios pero él no la soltó.
— Besas muy bien – le dijo él.
— Vaya – pensó Nakia – habrá besado a muchas. Bueno, al menos, dice que no lo hago mal.
— Gracias – contestó ella– Tú también besas muy bien.
— Sí, lo sé – afirmó el chico en tono bromista.
— Bueno, me marcho ya, que es tarde. Nos vemos el miércoles aquí a la misma hora de siempre. ¿Vale? – se despidió Nakia.
— ¿Qué pasa? ¿Ahora no me dices que me quieres? – preguntó él.
— Ya te lo he dicho antes – le recordó ella – Pero vamos, que te quiero y que nos vemos pasado mañana aquí a las cinco menos cuarto.
— ¿Ves cómo lo has vuelto a hacer? Dímelo a secas – pidió él de nuevo.
— Te quieeeero – declaró ella, con cierto tono burlesco, pero manteniendo firme la mirada.
Él la besó otra vez. En esta ocasión Nakia se sintió mucho más cómoda. Antes había sido algo inesperado y se sintió algo nerviosa. Ahora se lo vio venir, conociendo a Juanfra… y pensó que ese segundo beso era más sincero que el primero.
Ains, ¡madre! Se estaba enamorando de Juanfra más de la cuenta.
Nakia tenía miedo a enamorarse de él. Una cosa era que él estuviese buenorro y pasar unos ratillos de roce y otra distinta enamorarse. Estaba segura de que eso, a largo plazo, le traería problemas de celos e infidelidades, porque un tío tan guapo y tan cañón no era para ella. Cuando ya le hubiera sacado todo el partido, seguro que él se iría con otra. Eso si no aparecía una pelandrusca en su vida y se lo quitaba antes de la cuenta.
Ideó su nota mental: No te enamores de él. Sed amigos y, si te roza, déjate hacer.
Aquellas navidades, el grupo de la clase del Conservatorio decidió salir de cena. Después, se fueron a un pub a tomar unas copas. Llegó un momento en el que cada miembro del grupo se marchaba a su casa y Juanfra y Nakia decidieron quedarse a tomar una última copa. Juanfra arrinconó a Nakia contra la pared, entre sus fornidos brazos y la besaba dulcemente en la cara y en los párpados de sus ojos cerrados. Ella entreabría los labios y sacaba ligeramente la lengua besando el aire, algunas veces, y rozando su boca, otras. Nakia sentía con esos besos una dulce tortura que tampoco quería que terminase. Así estuvieron un par de horas. Solo besándose. Luego él le acompañó a casa.
En junio se celebró en el colegio de Nakia el baile de fin de curso. Allí iban todas las alumnas del colegio y las personas que ellas hubieran invitado.
Juanfra fue a la fiesta invitado por Nakia. Lo pasaron muy bien junto con más amigos.
Al final de la fiesta, pusieron la canción Right Here Waiting de Richard Marx. Juanfra cogió a Nakia por la cintura y la empujó hacia él. Ella le rodeó con sus brazos y apoyó su cara en el hombro de él, girando la cabeza hacia su cuello. Sentía su calor y podía oler su perfume. Esa canción comienza con un solo de piano que Juanfra interpretó con sus dedos sobre la espalda de Nakia. Ella dudó de si eso lo haría con todas o solamente con ella porque les unía la pasión por el piano. Sentía el calor y la suavidad de sus dedos tanteando su espalda, solo separados por la fina tela del vestido. De vez en cuando, pasaba sus manos abiertas acariciándole la espalda y el sujetador. Ese fue otro de los momentos intensos en la vida de Nakia, con Juanfra.
Bailaron toda la canción sintiendo ese placer agradable y cálido de estar con el chico que deseas, agarrados, pegados (como dice la canción de Sergio Dalma).
Después del baile, Juanfra le dijo:
— Nakia, me apetece mucho estar a solas contigo.
— ¿Cuándo? ¿A qué te refieres? – preguntó ella.
— Mis padres tienen un piso amueblado que suelen alquilar, pero ahora mismo está vacío porque no está arrendado. Tengo las llaves, podemos ir a allí – sugirió él.
— ¡Madre mía! – Pensó ella - ¿Qué quiere decir? ¿Significa que quiere follar o que estemos solos enrollándonos o qué? 
Juanfra era muy atrevido y seguro que contaba con mucha experiencia. Ella era virgen.
— Bueno, si te apetece podemos ir, pero te aviso que yo no estoy preparada para ciertas cosas. Te lo digo para que luego no haya malentendidos – aclaró ella.
— Sí. Más que nada es porque siempre que estamos juntos te encuentro algo tensa preocupada por si te ven tus padres, o los míos, o nuestros hermanos o alguien conocido. Allí en el piso no nos va a ver nadie y podemos estar totalmente relajados. Solos tú y yo – enfatizó él.
— ¿Seguro que allí no va acceder nadie más? A ver si van a llegar tus padres o tu hermana y nos van a pillar – se preocupó ella.
—  Seguro. Solos tú y yo – repitió él.
— Vale – accedió ella.
Y se fueron al piso de los padres de Juanfra. Cuando llegaron, Juanfra desconocía dónde se encontraba el cuadro de luces, así que se guiaron por la escasa luz que entraba procedente de las farolas de la calle.
Llegaron al salón, Juanfra la empujó contra la pared y la besó. Como aquel primer beso. Las lenguas no daban de sí en velocidad y en profundidad, se comían las almas. Juanfra le hacía subir al cielo. Metió una mano por debajo del vestido, desde abajo. Empezó a acariciarle el muslo suavemente. Fue subiendo. Sus dedos jugueteaban con los bordes de sus braguitas.
— ¡Dios mío! Me va a tocar mis partes – deseó Nakia. Y separó aún más sus piernas ligeramente. Juanfra le rozó con la mano por encima de las bragas. El tío sabía cómo provocar el deseo y la apetencia.
Deslizó las manos por la espalda de Nakia y le desabrochó el sujetador. Acarició su espalda y, de vez en cuando, las paseaba por las costillas. Lo hizo así en varias ocasiones hasta que, finalmente, llevó las manos a sus pechos y los acarició con ternura y lentitud. Después de un par de minutos entregado al masajeo de los pechos, de pronto, bruscamente y sin avisar, introdujo la mano en las braguitas de Nakia, y empezó a tocarle su zona íntima con movimientos circulares. Nakia se abrió todo lo que pudo de piernas. Sentía el calor abrasivo de aquella mano jugueteando y restregando sus flujos vaginales por todos los labios, haciendo amago de ser introducidos en ella. Nakia efervescía. No podía controlarse. La razón le dictaba que no era todavía el momento, pero la pasión, el deseo y las hormonas asalvajadas le obligaban a todo lo contrario. Ansiaba todo de Juanfra, moría porque estuviese dentro de ella. De repente, él se separó unos cuantos centímetros y le sugirió:
— Podemos ir a la cama matrimonial. Estaremos más cómodos.
— Sí, pero te repito que no me siento preparada aún para…
— Lo sé. Si lo que te da miedo es que te la meta, no te preocupes. No lo haré si no quieres. Se pueden hacer muchas más cosas además de eso. Tú relájate y disfrútame. Es lo que voy a hacer contigo, disfrutarte – le susurró al oído.
Nakia creía morir. Ese comentario y ese tono eran la guinda. ¡Estaba viviendo una película!
Así que se tumbaron en la cama, ella debajo de él, con las piernas abiertas, sintiendo su miembro erecto sobre su monte de Venus. Él le besó y le comió cada centímetro de su piel, se abrazaron, cambiaron a veinte mil posturas diferentes. Nakia deseaba un Home Run pero le daba miedo. No hacía más que darle vueltas al coco, estaba nerviosa y confusa. Se lo comunicó a Juanfra:
— Juanfra, de verdad que me gustas mucho y estoy muy a gusto contigo, pero es que no estoy segura porque no somos novios ni pareja ni nada, solo amigos y yo…
— ¡Chsss! Hoy solo jugamos, otro día ya veremos ¿vale? – le susurró él.
— ¿Cómo que “hoy” y “otro día”? Oye, mira, Juanfra…
— Que te calles – le interrumpió en un murmullo suave – Siente los besos, la saliva, la piel, la respiración… No pienses en nada. Solo en nosotros y en este momento.
Así que decidió seguir el consejo de Juanfra, relajarse y disfrutarle. Sin pensar en nada más.
Posteriormente, tuvieron otros dos encuentros similares. En ambas ocasiones, quedaron a tomar café y de ahí se iban al piso que continuaba sin alquilar. Se entregaban el uno al otro apasionadamente, aunque ella priorizaba mantener su virginidad. Le encantaba “jugar” con Juanfra, besarse, acariciarse, abrazarse, sentirse…
Al año siguiente, Nakia se fue a estudiar a la ciudad andaluza. Cuando regresaba a su ciudad de origen, quedaba con sus amigas, pero ya no mantenía ningún contacto con Juanfra. Ya no iban juntos a piano, no se acompañaban en el camino, no iban juntos a las cañas de los viernes.
Sus caminos se habían bifurcado. Cuando coincidían en la calle, se paraban a saludarse y hablaban unos cinco minutos para ponerse al día el uno del otro, pero nunca volvieron a quedar a tomar a café. Ambos empezaron a conocer gente nueva, a vivir sus vidas y, a fin de cuentas, nunca habían sido novios ni habían tenido una relación formal entre ellos. Su aventura desapareció igual que empezó. Sin motivo aparente alguno. Simplemente, sucedió. Fueron dos palabras. Cosas de la vida. Las circunstancias. Encontrarse solo dependía del destino.

Fragmento inspirado en la canción Dos palabras de Pablo López

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