42. Tinto a sabor intenso
Una mañana de domingo Nakia y Álex desayunaban en su cocina cálida e
iluminada. Un día más, como entre otros tantos, Álex la invitó a bailar al son
de la música ambiental. Allí estaban los dos abrazados casi sin moverse de la
baldosa. Ella con su cara acurrucada en el cuello de él. Notó cómo sus ojos
eran vendados por una prenda suave y oscura. No veía absolutamente nada. Todo
negro.
—Vamos a la habitación. Yo te guío – le susurró Álex al oído.
Así que se dejó llevar por él a lo largo del pasillo, siendo empujada
levemente por Álex que le abrazaba por la espalda.
Notó que abría la puerta del dormitorio y la cerraba a su paso. Le soltó y
le dejó en medio de la habitación.
—Voy a quitarte el camisón – volvió a susurrarle al oído.
—Espera – le detuvo ella - ¿Por qué no nos tumbamos en la cama, mejor? –
preguntó.
—Porque hoy me apetece follar de pie – le murmuró – Hoy pongo yo las
normas. Quiero verte entera, completa, en tres dimensiones.
Nakia creyó entender perfectamente a qué se estaba refiriendo. Él ya había
captado su inseguridad. Ella prefería la cama para tener sábanas con las que
medio taparse, almohadones con los que jugar, sentirse apoyada en una
superficie que cubría una parte de su cuerpo… Ahora estaba ahí, en medio de la
habitación, en mitad de la nada, con su figura imperfecta descubierta los
trescientos sesenta grados. Sin posibilidad de esconderse, rodeada de aire, de
vacío, y de luz. Solo tapada por ese minúsculo camisón de raso negro que las
manos de Álex comenzaban a manosear y a deslizar lentamente hacia arriba.
—Álex, no estoy segura – dijo ella.
—Lo sé. Desde que te conozco – respondió él.
—Encuentro injusto que me tenga que desnudar, estar vendada y sentirme
observada sin poder mirarte – se quejó ella.
— ¿Sabes a qué quiero jugar ahora? – preguntó él.
—Bueno, siempre estás bromeando con el sadomasoquismo – adivinó ella.
—Exacto – confirmó él.
—Quiero verte sufrir un poquito, un pelín. Relájate, es solo un juego –
intentó tranquilizarla él.
El camisón continuaba en su sitio. Él lo alzaba de vez en cuando metiendo
sus manos por debajo para acariciarla.
En una ocasión, se apartó de ella e hizo silencio.
— ¿Dónde estás? – preguntó ella.
Álex no contestó. Ella intento retirarse la venda de los ojos.
—No, no hagas eso – ordenó él deteniendo sus manos – Pórtate bien – le
aconsejó – y disfrutarás.
—Pues no sé. Disfrutar, lo que es disfrutar, no lo estoy disfrutando mucho
– aclaró nerviosa.
En ese momento, él empezó a comerle el cuello. Sabía que a ella le
encantaba. Mientras le besaba el cuello y los hombros, aprovechó para deslizar el camisón casi de un tirón hacia arriba y quitárselo. Se quedó completamente desnuda.
Él dio dos pasos hacia atrás para contemplarla.
— ¿Dónde estás? – preguntó ella al mismo tiempo que cubría su pubis con una
mano, y sus senos con el otro brazo.
—Aquí. Mirándote – respondió él cogiéndole las manos y extendiendo sus
brazos – Déjame que te mire bien.
—Abrázame. No me dejes sola – pidió ella.
—No estás sola. Estoy aquí. Junto a ti – le susurró al oído.
Nakia necesitaba que Álex tapase su propio cuerpo con un abrazo. Se sentía
completamente desnuda, como nunca se había sentido antes.
Era consciente de que era imperfecta. Se encontraba en medio de la
habitación, a plena luz del día, mostrando la barriga que no quiso quitarse de
sus embarazos, sus piernas celulíticas con piel de naranja, llena de arañas
vasculares y varices, sus pechos caídos desde las lactancias y los michelines
que camuflaban su cintura.
De joven había tenido muchas aventurillas con los tíos. Por aquel entonces,
encajaba en los cánones de belleza establecidos por la sociedad. Ahora eso no
le preocupaba demasiado. Había otras muchas cosas que ella valoraba en un
hombre y que podía ofrecerles. Sin embargo, en los momentos de intimidad sentía
el enorme complejo de no tener un cuerpo joven.
—Nakia, dime qué estás pensando y sintiendo ahora mismo – le preguntó en un
tono muy calmado – Te noto tensa.
Cada vez que Álex percibía la tensión, le acariciaba. Jugaba a un toma y
daca.
—Pienso que me puedes estar grabando con el móvil, por ejemplo – respondió
ella.
—Nuestros móviles están en la cocina – le recordó él.
—Pienso que me puedes estrangular de manera inesperada y asesinarme –
siguió relatando ella.
— ¿Por qué iba a hacer eso? – preguntó él extrañado.
Se hizo un silencio. Ella nunca le contó las situaciones en las que se
había visto.
—Pienso que me puedes quemar con cera caliente – continuó enumerando –
Pienso que me puedes atar las manos e inmovilizarme…
De pronto, Nakia escuchó un latigazo. El chasquido provocó un respingo en
su cuerpo.
—Mmm, ¿te has puerto nerviosa? – preguntó él.
—Sí, un poco.
— ¿Te has excitado?
—No, me he asustado. Me has asustado – rectificó.
—Relájate – dijo él golpeando de nuevo el suelo con el cinturón.
El cuerpo de Nakia se sacudió solo.
—Tranquila, no voy a pegarte, ni a asesinarte, je, je, je. No podría azotar
el cuerpo que deseo disfrutar – le calmó él.
Nakia temblaba. Sentía frío y temor. Esa clase de juegos no le gustaban.
—Oye, Álex, te recuerdo que tenemos vecinos abajo. Es domingo por la mañana
y no es necesario despertarles. Lo digo por lo de los chasquidos del látigo,
cinturón o lo que sea. No me gusta mucho esto. No lo estoy pasando bien.
—Pero yo sí – replicó él. Nuevamente, comenzó a acariciarla. Su boca se
deslizaba por sus senos con pasión y desenfreno. Entonces Nakia flotaba de
placer.
—Esto sí te gusta ¿verdad? – insinuó.
—Sí, lo prefiero. Esas movidas de pegar, azotar y todo eso, no me van.
—Si no te he hecho nada de eso – protestó él – Yo solo quiero jugar a ser
tu amo y señor y que tú seas mi esclava sumisa. Pero como sé que no quieres,
esto es lo más parecido a lo que puedo aspirar. Un poquillo de tortura
psicológica. Deseo, solo por un rato, verte vulnerable, sonrojada, insegura,
dependiente de mis actos, sumisa en mis deseos. Quiero verte estremecer y
erizarte ante la incertidumbre de cada beso… – y la besó en los labios.
—Ante el desconcierto de cada lametón… - llevándose un pecho a su boca.
Bañó todo el pezón con la fuerza de su lengua que empujaba como si quisiera
hundirlo hasta el corazón.
—Ante cada inesperado tocamiento… - deslizando los dedos dentro de Nakia.
Ella arqueaba sus caderas de placer.
—Es la manera que tengo de sentirte sumisa y obediente, de simular ser
guarros, salvajes, irrespetuosos, como animales. De demostrar mi hombría y mi
dominio sobre ti. Siempre tan empoderada, tan segura y tan decidida – le
susurraba - ¿No tengo derecho a sentirme poderoso y fuerte? Yo también quiero
que juguemos a lo que me apetece, alguna vez.
—Vale. Confío en ti. Solo quiero que no me hagas daño, por favor – dijo
ella.
—No te lo voy a hacer. Túmbate. He extendido una toalla en el suelo.
Túmbate bocabajo – le ordenó él.
Nakia obedeció. Notó cómo a la altura de las lumbares Álex derramaba un
líquido y lo saboreaba recorriendo toda la espalda a lo largo de la columna
vertebral. Volvía a rociar el líquido y volvía a lengüetearlo de nuevo.
Acariciaba sus nalgas y ella separaba cada vez más las piernas. Entonces, él
hundió su rostro entre sus nalgas y empezó a juguetear con su lengua en la zona
anal.
De vez en cuando, él volcaba ese líquido y lo relamía por el cuerpo de
Nakia. Tras veinte minutos en esa postura, la giró lentamente hasta colocarla
bocarriba. La incorporó. Ella mantenía las piernas abiertas.
—Nakia, te voy a acercar una copa de cristal a la boca para que des un
único trago – avisó él.
— ¿Qué es? – Preguntó ella – A ver si me vas a envenenar…
—Y dale. Ya por el aroma lo adivinarás – predijo él.
—Mmm, una copita de Zancúo. ¿En esto desperdicias el vino que no es tan
fácil de conseguir? – recriminó ella.
—Tu preferido – le recordó él.
Nakia bebió un sorbo y, sin tiempo a tragarlo, él la besó apasionadamente
repartiendo el trago de sabor intenso por ambos paladares.
A continuación, regó un poco por los pechos de Nakia y siguió succionándola
hasta llegar al monte de Venus. La empujó suavemente por los hombros para que
se tumbase, despatarrada como estaba.
Él siguió vertiendo vino y chupando cada centímetro de la piel de ella.
Luego estuvo regodeándose en sus labios vaginales, sin pausa. Nakia creía
morir de placer. La cabeza y el cuerpo de Álex le impedían cerrar las piernas. Sus
gemidos eran más violentos y ardientes. Ahora no se acordaba de los vecinos ni
del hecho de ser domingo por la mañana.
El corazón se aceleraba a tope, la respiración se entrecortaba, el arduo
calor subía por su cuerpo, el sudor afloraba por cada poro de su piel, su zona
íntima chorreaba… No distinguía si era el vino, la saliva de Álex, el squirt o
la orina.
—Álex, para ya. Voy a morir. Me quedo sin respiración – dijo ella.
Ni contestó. Él siguió lamiendo y relamiendo sin parar. Nakia experimentaba
espasmos y sacudidas de máximo placer. Su cuerpo se arqueaba y convulsionaba
sin importarle la dureza de las baldosas del suelo.
De pronto ¡chof!, la chorreá, en la cara de Álex.
—Lo siento – se disculpó. Intentó, a ciegas, apartar con sus manos la cara
de Álex. Sin embargo, él le tenía bien sujetas las caderas y continuaba con la
cara sumergida en el coño de Nakia.
Ella expulsaba squirt como si su vulva fuese un pequeño manantial. Después
de unos segundos, todo su cuerpo tomó contacto con la superficie de la toalla
mojada. Se dejó caer como una muerta, exhausta.
—No puedo más. Has estado brutal, Álex – felicitó ella casi sin aliento.
Álex le retiró entonces la venda.
Toda la escena, toalla y ellos, estaban impregnados de vino por todas
partes.
—Me encanta – dijo él – parece sangre. Como si hubiese sucedido una escena
bacanal súper sadomasoquista.
—Menudo fiasco. Vaya la que hemos liado – se lamentó ella levantándose del
suelo.
— ¿Te puedes relajar en algún momento de la vida? – Inquirió él – Voy a
echar la toalla a lavar antes de que se seque el vino y no desaparezcan las
manchas. Mientras te duchas, friego el suelo – propuso él.
—
¿Y si
no se quitan las manchas?- preguntó ella.
—Pues asignaremos esta toalla para estos menesteres – sonrió él – Venga,
dúchate.
—Álex, has estado fantástico. Aunque al principio estaba muy nerviosa. Eso
de no ver nada… - se justificó ella.
—Te recuerdo que una vez me ataste a la cama y cerré los ojos – le recordó
él.
Le dio un azote en una nalga y le dijo:
—Venga, que vas a coger frío.
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