38. El almacén de los recuerdos

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La ciudad de origen de Nakia era un municipio pequeño. Casi todo el mundo se conocía de vista o de oídas. Ese fue uno de los motivos por los que se marchó a estudiar a la ciudad andaluza.

Cuando regresó, conoció a Óscar y se casó con él. Se compraron una casa en un pueblo aún más pequeño. Al finalizar su horario de trabajo Nakia buscaba tranquilidad. Ella era una mujer muy empoderada y muy conocida en su ciudad. Así que huía del constante bullicio y del ruido.

Su casa era grande. En la planta baja tenía un garaje que comunicaba con la vivienda, un salón, una cocina y un gran patio. El patio era lo suficientemente grande para instalar una piscina montable, una colchoneta elástica cuando nacieron sus hijos, una mesa grande, una barbacoa para cuando invitaban a los amigos, una mesa de ping-pong y una portería de fútbol. Allí pasaron en familia largas horas del confinamiento.

En la primera planta estaban los dormitorios, los baños y una terraza donde Nakia tomaba el sol desnuda desde abril hasta octubre siempre que el clima lo permitiese. También leía sobre una hamaca y, en las noches de verano, contemplaba el firmamento. Su momento zen, de reflexión, tranquilidad y respiro.

En la planta de arriba estaba la buhardilla con algunos aparatos de gimnasio, dos camas para invitados, y unas mesas enormes donde tenía un scalextric, puzles montados y sin montar, dibujos, maquetas y muchas más manualidades. Allí pasaba interminables horas evadiéndose de las responsabilidades con su trabajo, su casa y su familia. Allí disfrutaba de su mente y de su estado emocional.

Ella sabía que no se jubilaría en esa casa con tantas escaleras.

El pueblo era muy tranquilo. Incitaba a pasear por los parques y los caminos rurales. Nakia intentó integrarse en el pueblo. Se apuntó a todas las asociaciones y actividades, pero cuando sucedió lo de Marte, se borró de todo y se adaptó al motivo inicial que le trajo al pueblo. Utilizarlo de ciudad dormitorio. El trabajo, las compras, las amigas y sus padres estaban en la ciudad de origen. En este sentido, no desaparecía esa esencia urbanita que le había acompañado desde pequeña.

Sentía el anhelo de que algún día viviría de nuevo en la ciudad, preferiblemente en pleno centro, en el bullicio. De no ser así, podría utilizar el autobús. Su pueblo carecía de medios de transporte interurbanos, obligada a depender del coche.

Nakia siempre había sido libre. Sentía que al casarse se ancló a su marido, a la hipoteca, a la dependencia del coche, a los hijos... Esa sensación de sujeción siempre le rondaba. Aun así, ella era muy independiente y Óscar también, por lo tanto, cada uno hacía su vida por su cuenta.

Por eso, admiraba a Iván. Era libre. Su inteligencia emocional le hacía libre.

Nakia sentía que el pueblo le apoltronaba en su vivienda. Como no había dónde ir…

—Si estuviera en la ciudad, me pondría el abrigo e iría a la calle a ver escaparates o a dar una vuelta a ver si coincido con alguien conocido. Podría acercarme a casa de Rosa a tomar un café – fantaseaba Nakia – Pero aquí en el pueblo, me toca coger el coche, buscar aparcamiento, ir andando hasta el centro o pagar zona azul,… pierdo más tiempo en el ir y venir que el tiempo que paso allí – se lamentaba.

En otros momentos, pensaba que era el Feng Shui lo que le invitaba al sedentarismo. Tanto mueble, tanto trasto, tanto desorden… Eso solo podía atraer energía negativa. Nakia era muy de tirar cosas. Cuando hacía limpieza y recolocaba los enseres, siempre llenaba, al menos, dos bolsas de basura. Por mucho que aclarase, entre lo de su marido, lo de sus hijos y lo suyo propio, seguía la casa invadida de malas vibraciones que no le permitían llevar una vida pacífica y calmada.

Nakia se conformaba con que sus hijos creciesen, se independizasen y ella y Óscar regresaran a la ciudad a un piso pequeño de una única planta. Algo cómodo para salir y entrar, cómodo en accesibilidad, cómodo de limpiar y con pocos muebles y pocos trastos.

Lo que nunca imaginó es que un día, de pronto, se quedaría sola. Su familia, su empresa, su equipo, su clan, su tribu, su hogar… se habían esfumado.

Su casa, de la que tanto renegaba, se convirtió en su hogar, un almacén de recuerdos. Ya no eran trastos.

Los primeros años durante los que estuvieron solos Óscar y ella invitaban a cenar a los amigos, en pandilla o en parejas. Se arreglaba para salir los sábados con su gente, regresaban sobre las tres o cuatro de la madrugada y, entonces, hacían el amor.

Luego nacieron los niños; cunas, parques, carritos, peluches. Con ellos, todos los primeros momentos; gateos, primeros pasos, primeros bailes,… Llegó la época escolar. Nakia recordaba a sus hijos estudiando en sus habitaciones, jugando a la Play en el salón, cenando pizza con sus amigos, durmiendo en los sofás y los colchones cuando les invitaban a dormir, vestidos con sus equipaciones deportivas cuando iban a entrenar o jugar un partido, arreglados para salir a dar una vuelta con los colegas… Ratillos del día a día, rutinas diarias sin importancia que se convirtieron en recuerdos de toda una vida enlazados en su mente.

Y cuando ya se había acomodado a la soledad repleta de nostalgias de aquella inmensa vivienda que ahora no quería abandonar, sus amigos le propusieron un fin de semana fugaz en una casa rural. Llegar el sábado y regresar el domingo. De nuevo, la vida le iba a dar un giro, de esos repentinos. Sintiéndose envuelta por la música y las estrellas.

Relato inspirado en la canción No puedo vivir sin ti de Los Ronaldos.

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