18. La manta y el sofá
Eran tiempos del Covid. Se declaró un confinamiento domiciliario. Nakia se sentía feliz.
Era
un momento para estar en paz consigo misma. Era consciente de su autoengaño,
pero se creía merecedora de regodearse en esa mentira. En esos días no se
consideraba cobarde. Las normas le obligaban a quedarse en casa, no su maltratador.
Ahora no huía de él. Ahora nadie le decía cosas del tipo: “Tú, con la cabeza
bien alta”, “Tú eres la víctima y no te debes esconder” y blablablá.
—
¡Cuánto difiere la expectativa de la realidad! – pensaba Nakia cada vez que
escuchaba esas opiniones.
Tenía
el alma tranquila. Sus emociones flotaban en una frecuencia alta y constante,
como cuando escuchaba a Iván. Sin preocupaciones, sin alteraciones, sin miedos.
Ahora le dominaba la seguridad de no tener que mirar hacia atrás, la ilusión en
cualquier pequeña tarea, la alegría de bailar perreo en su salón. Orgullosa de
sí misma.
Aprovechó
a hacer todo lo que le gustaba; leer libros, escuchar música, hacer deporte, dibujar,
tocar el piano, avanzar en sus proyectos, ver vídeos de YouTube… Poco a poco,
se centraba en los objetivos de su Vision Board y los lograba a pequeñas
avanzadillas.
La
angustia y ansiedad de pensar que tenía que andar por la calle para ir a trabajar,
a comprar o a recoger a sus hijos habían desaparecido. La culpa por haber
denunciado se había disipado. La decepción consigo misma se había diluido. La
indignación contra la vida se había disuelto. El estrés diario de levantarse y
prepararse para ir al curro se volatilizó. Todas las emociones negativas se
habían mitigado. No por el hecho de estar en casa, sino por el hecho de saber
que ese encierro no era por culpa de él, ni por culpa de ella, sino de las
circunstancias. Esto la empoderaba, la eximía de debilidad.
El
tiempo de confinamiento le vino muy bien a Nakia. No tenía que huir de su
maltratador. Los largos días de confinamiento le relajaron. Se sentía en su
casa, su hogar, su refugio, su búnker. Protegida, amparada, resguardada de
todos y de todo. No había opiniones, ni reproches de nadie. Estaba sola en su
mundo interior disfrutando de su tiempo y de su espacio. Sentía una mezcla de enfado
y reconciliación con la vida. A ratos le quería dar la espalda, a ratos quería
llenarse de ella.
Se
lo tomó en plan relax. Limpió la casa con más profundidad, ordenó armarios,
terminó puzles, hizo ejercicio en la bici estática, disfrutaba del calor de su
chimenea en los fríos días de invierno, y tomaba el sol en su terraza en los
templados días de primavera.
Nakia
conectaba con su gente a través de las videollamadas; video-cañas, video-cafés,
video-cenas, video-cumples… Todo el mundo se sentaba ante el ordenador con una
cerveza, un vino, un café o un refresco.
Cuando
salía a comprar el pan, bajaba la guardia de su propio estado de alerta. No
había nadie por la calle. Curioso. Se sentía relajada cuando, o bien andaba
totalmente sola por su pueblo, sin nadie alrededor, o totalmente rodeada de
gente en la ciudad. No quería verle. Sabía que si le veía se echaría a temblar.
No importaba si había más personas a su alrededor o no. Total, en caso de
maltrato le dirían a las autoridades no haber visto nada… Como pasó la otra
vez.
Si
no fuese por su familia co-creada, Nakia estaba segura de que podría vivir así
el resto de su vida. Encerrada en casa. Teletrabajando, comprando por Internet,
disfrutando su tiempo libre en casa, y videollamándose con su gente.
De
vez en cuando, las autoridades soltaban a la población con medidas más o menos
restrictivas en función de la evolución de la pandemia. Se podía salir a la
calle con mascarilla. Eso fue peor. Ahora Nakia no reconocía a las personas
hasta que estaban casi encima de ella. Por lo que el acojone era todavía peor
que antes. En la “antigua normalidad” identificaba a su maltratador desde
lejos. Ahora, podría pasar perfectamente por su lado y no reconocerlo.
Con
la excusa de protegerse del coronavirus y salir solo a lo estrictamente
necesario, ella seguía feliz en su casa. Su gente no quedaba, así que no se
perdía nada especial. Se videollamaba incluso con quienes vivían fuera.
Una
tarde, buscando un foto para enviarle a una amiga de antaño, vio todas las
fotos que tenía en papel y en formato digital; viajes con su marido, viajes con
amigas, viajes de soltera, quedadas con su gente, despedidas de solteros,
bodas… Nakia se fijó que en su etapa de soltera… bueno, también en la de casada
antes de tener hijos… bueno, y teniendo hijos… ella era muy sociable. Viajó
sola un par de veces haciéndose amiga de los otros turistas que iban en el bus.
Trabajó fuera de su ciudad de origen tres años. Siempre hizo buenas migas con
la peña.
Fue
a partir de lo de Marte que se volvió arisca y desconfiada a lo extraño y a lo
ajeno.
Fue
esa tarde cuando se percató que estaba perdiendo libertad. Eso que Iván y otras
personas significaban para ella, autonomía e independencia. Tenía que
recuperarla. Debía destruir esa cárcel. Romper los barrotes del temor. Desatar
las ligaduras que la mantenían atada a las redes sociales y a las putas
tecnologías. Era hora de gozar la vida. Desplegar las alas y volar. Alto, muy
alto. Lanzarse al mundo y comérselo.
A
la mañana siguiente, se vistió, se calzó sus tacones y salió a pasear con paso
firme, sin voltearse, sin móvil y sin mascarilla. Le importaba tres cojones si
la multaban. Ésa iba a ser su pequeña rebeldía. Romper con todo, incluso con
las normas que le restaban libertad. Ni nada ni nadie la detendrían. ¡Puf, a
ver cuánto le duraría el atrevimiento!
Relato
inspirado en la canción Haz que merezca
la pena de Conchita.
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