3. Encerrada en su alma

La primera vez que Nakia regresó a la ciudad andaluza siendo madre, su hijo Guillermo tenía dos meses.
Guillermo nació a finales de verano. Nakia se encontraba de baja maternal. Sus amigas se habían incorporado todas a sus trabajos, así que Nakia se dedicaba, en la mayoría del tiempo, a cuidar a Guillermo y a ir de visita a casa de su madre y su suegra. Vamos, en plan abuelas.
Cuando Nakia regresó a la ciudad andaluza con su bebé, se alojó en casa de Iván y su mujer. Vivían temporalmente en un piso que tenían los padres de Iván.
Iván le dijo:
—Nakia, le he dicho a mi madre que venías con Guillermo, y me ha pedido que quiere conocerle. Si no te importa, luego la llamamos para que se acerque a casa.
—Vale, sin problema – le respondió Nakia.
A Nakia le hizo enorme ilusión y halago que Eva quisiera conocer a su bebé. Es posible que esta alegría que sentía Nakia fuese porque Eva era la madre de su mejor amigo, porque se encontraba muy feliz por Guillermo, o simplemente, por la extrema sensibilidad de las madres primerizas. Sin saberlo, estaba receptiva para absorber ese momento.
Después de comer en los bares en plan tapas, sobre la hora del café, regresaron al piso e Iván llamó a su madre para avisarle de que podía pasar cuando quisiera a conocer a Guillermo.
En diez minutos se presentó Eva en el piso. Se acercó al carrito de bebé para ver a Guillermo que estaba despierto.
Entonces Nakia le dijo:
—Puedes cogerle si quieres.
— ¡Ay! ¿Sí? Muchas gracias – contestó Eva. Le cogió en sus brazos y se sentó en el sofá.
Eva no paraba de decir las típicas frases de abuela: ¡Qué bonito es! ¡Qué criatura tan linda y tan preciosa! ¡Qué rico! ¡Qué bebé tan guapo!, y cosas por el estilo.
Lo que a Nakia le llegó al alma es el comentario que hizo Eva acerca de los hijos, porque aunque Iván tenía hermanos, Nakia lo focalizaba todo en él.
En un momento de la conversación Eva expresó:
—Los hijos es lo mejor que te da la vida. Son el motor de la vida y te hacen sentir orgullosa de ellos.
Nakia pensó: “Desde luego con Iván lo habéis hecho estupendamente porque es la mejor persona del mundo y de mi vida. Es mi ángel en La Tierra”.
Eva se tuvo que marchar, agradeciendo a Nakia la oportunidad de haber conocido a Guillermo. Aquel breve pero intenso momento quedó grabado en la retina del alma de Nakia.
Finalizó la escapada del fin de semana y Nakia regresó a su pueblo. Transcurrieron unos meses. Fue entonces cuando Iván, en una de las conversaciones telefónicas que mantenían de vez en cuando, informó a Nakia sobre el delicado estado de salud de su madre.  
Esos meses posteriores fueron un huracán de emociones para Nakia.
Desde que nació Guillermo y salió del hospital en coche, siempre que se disponía a conducir se santiguaba y rezaba: “Dios mío, no me lleves”.
Cada vez que hablaba con Iván, se ponía en el lugar de Eva y se le hacía muy duro pensar que una madre pueda ser consciente de la idea de morir y dejarse a sus hijos solos en el mundo. Sí, es algo que por natura pasará tarde o temprano, pero mejor tarde que temprano. Y no, no era la hora. Sería injusto. Nakia era hija también y sabía que necesitaba a su madre. Es falso el pensamiento de que no es lo mismo dejarte a los hijos con tres añitos que con cuarenta, que con tres años necesitan de una madre y con cuarenta son personas cívicas integradas en la sociedad. No, un hijo de cuarenta tacos prefiere llamar a su madre para preguntarle por una receta de cocina antes que buscarla en Internet. Incluso de adultos necesitamos a los padres, necesitamos saber que están, simplemente, para poder acudir a ellos a buscar su cobijo, su consejo, su calor.
No era tanto el pensamiento de la muerte lo que a Nakia le atormentaba. A ella le habían operado en una ocasión, así que se imaginaba que una muerte anunciada debería ser como cuando te anestesian, pero sin volver a despertar.  Sin sufrimiento.
Lo que sí le atormentaba era el pensamiento de saber que dejas a los hijos en soledad, sin una madre que les acompañe a lo largo de sus vidas, hijos huérfanos sin el calor del amor materno, desprotegidos, desamparados, abandonados, acompañados por otros seres queridos, sí, pero esos seres queridos no les han llevado en sus entrañas, no han sufrido el parto y no les han amamantado. Hijos acompañados por una sociedad despiadada, llena de personas malas que tratan de aprovecharse y engañar a la gente más vulnerable, ellos, los descendientes que has dejado en soledad. Hijos con una larga vida por delante, llena de momentos de tristeza, alegría, diversión, orgullo, rabia, dolor, inspiración, enfado, esperanza o desilusión y sin una madre a quien acudir y con quien compartir. Nakia estaba convencida de que las emociones, sentimientos y pensamientos de madre, solo los puede entender quien ha sido madre.
Nakia proyectaba en su amigo Iván las emociones que sentía por su bebé. Procuraba hacer una comparativa entre hijo bebé e hijo adulto, entre Guillermo e Iván, y no apreciaba diferencias. Ese amor fraternal entre amigos se estaba convirtiendo “casi” en amor maternal. ¡Sentía tanta empatía hacia Eva!
Así que Nakia sentía ese huracán de emociones como madre, como hija y como amiga en su misma persona, que nunca supo gestionar. Un dolor en lo más profundo de su alma.
Una tarde, Nakia estaba en su rutina sacando la ropa de la lavadora, cuando sonó el móvil. En la pantalla vio que era Iván. El corazón le dio un vuelco de alegría como cada vez que éste le llamaba. Así que contestó en tono jocoso:
— ¿Qué pasa niño? ¿Qué te cuentas?
Al otro lado escuchó la voz triste y rota de Iván contándole que acababa de enterrar a su madre.
Nakia no recuerda más palabras que aquellas. Su mente empezó a runrunear: “¡No llores, no llores, no llores! No puedes llorar, eres tú la que debes consolarle, no al revés. ¡No llores!”, mientras intentaba forzar palabras que costaban salir de su boca.
No recuerda exactamente qué le dijo ella a Iván ni qué le dijo Iván a ella.
Eva fue el primer caso de muerte cercano que vivió Nakia. Cuando eres niño escuchas acerca de personas que se mueren, como algo lejano, que les toca a los demás. Incluso, cuando se mueren tus abuelos siendo niño, lo consideras algo normal y lejano y no entiendes bien el concepto de la muerte (si es que se puede entender). Conforme vas siendo mayor, vas escuchando casos de más personas; la tía de una amiga, la esposa de un amigo, un vecino de tus padres, un amigo de tu hermana… y te vas dando cuenta del concepto de la muerte o del concepto de la vida, y lo vas viendo más cercano y más repetido cuanto mayor te vas haciendo. Eres consciente de que la vida hay que vivirla, que la vida pasa y que ésta puede cambiar en un minuto.
Nakia recuerda que, cuando colgó el móvil, rompió a llorar de manera desconsolada. Le invadía el recuerdo de Eva con Guillermo en sus brazos, sentía empatía y dolor por Eva como madre, y empatía y tristeza por Iván como hijo, quien seguramente tendría un sentimiento de vacío, soledad y orfandad que ninguna palabra de consuelo podía cubrir. No sabía qué hacer ni qué decir.
Nakia lloraba también por ella misma. Se había dado cuenta de que era una cutreamiga, descubrió que no era tan amiga de Iván como ella creía. No había sabido estar a la altura de las circunstancias, no había podido consolar a Iván, no supo darle unas palabras de ánimo, no pudo reconfortarle. Iván era su fortaleza emocional y ahora le había visto derrumbarse y ella no supo hacer nada, no supo ayudarle. Ella recibía todo el cariño de Iván pero era incapaz de devolvérselo cuando lo necesitaba. Se había engañado a sí misma y a él.
A partir de ahí, Nakia dejó de llamar por teléfono a Iván. Sentía vergüenza como amiga, era una convenida, una egoísta, una interesada. Siempre contando con Iván para que estuviese con ella en cualquier momento y cuando él la llamó porque la necesitaba, solo sentía ganas de llorar, pero no lo hizo. Se contuvo atendiendo a la lógica, a lo que está bien o mal visto, a lo que indican los cánones de la sociedad. Se mantuvo firme al teléfono para aparentar serenidad.
Una entereza que se vino abajo al colgar el teléfono. Estuvo a punto de devolverle la llamada, pero no se atrevió. El momento, la oportunidad, ya habían pasado. Debería haber llorado, con él, por él y por su madre. Era lo que ella sabía hacer y se le daba bien, llorar. Se hubieran desahogado los dos, o al menos ella. No lo hizo. Mantuvo el tipo delante de él, para aparentar ser fuerte. Ella siempre fue consciente de que su “inteligencia” emocional era nula. De hecho, prefería llamarla “gestión” emocional, porque el vocablo “inteligencia” le sobraba al hablar de emociones. Además, estaba convencida de que eso que los expertos llamaban inteligencia emocional era lo que toda la vida se había llamado “reprimir los sentimientos” y eso no era bueno. Justo lo que le acababa de suceder en aquella llamada por reprimir o “gestionar” su tristeza y su llanto.
La verdad disfrazada de angustia y convertida en emoción quedaría encerrada en su alma.
Cuando tenía ganas de llamar a Iván pensaba: “¿Para qué? Si él ya sabe que no puede contar conmigo y yo ya sé que no soy capaz de brindarle apoyo…”. Así que no lo llamaba.
Otras veces, cuando se atrevía un poco, de manera subconsciente buscaba una excusa: “Estará currando, estará cenando, estará de cervezas con su esposa, estarán haciendo la compra de la semana, estará durmiendo…”. Cuando ninguna de estas excusas encajaban en el horario, entonces venían las excusas de las actividades por parte de Nakia: “Ahora cuando regresemos del parque infantil, ahora cuando cene Guillermo, ahora cuando le bañe, ya es tarde, mejor mañana… y mañana… y mañana…” Y así pasaron los años.
Iván tampoco le llamaba a ella. Nakia entendió que era porque estaba tratando de superar su duelo. O quizá se había dado cuenta de que la gestión emocional de Nakia brillaba por su ausencia y no sentía la necesidad de acudir a ella.
Nakia se arrepentía de todo esto. Debería haber llamado alguna vez para preguntarle qué tal estaba y cómo se sentía. Nunca lo hizo. Era consciente de que si alguna vez hablaba de este tema, lloraría. No quería que Iván la viese llorar, no porque no la hubiese visto así antes, ella era de lágrima fácil, sino por esa obligación moral que sienten las madres de no llorar delante de sus hijos para brindarles un mundo cómodo, fácil y sin preocupaciones. No quería que él la viese triste por su madre, deseaba que no atisbara ni un ápice de sufrimiento por Eva. Procuraba, dentro de sus posibilidades, hacer que el mundo de Iván fuese así, como el de los hijos, cómodo, fácil y sin preocupaciones. A pesar de toda esta tristeza, Iván no le inspiraba pena, todo lo contrario, él le inspiraba decisión, valentía, integridad y, sobre todo, libertad.
Alguna vez pensó en hablar con él cuando bajaba a la ciudad andaluza. Nunca era el momento ni el sitio adecuado, siempre rodeados de gente y siempre en situaciones alegres que no se debían emborronar.
Nakia deseaba desde lo más profundo de su alma confesarle a Iván todas esas emociones que ella sintió. Ansiaba por hacerle entender cómo había vivido el proceso de su madre. Anhelaba darle un pésame en condiciones, unas palabras sinceras de consuelo. No se veía capaz. Sabía que si hablaba con él alguna vez de todo esto rompería a llorar. Tampoco tenía claro qué palabras decirle. No quería abrir heridas cerradas en Iván. Así que esa conversación quedaría pendiente, de esas cosas que se quedan sin decir.
Llorar delante de Iván. Él era el hijo de Eva, solo él tenía derecho a llorarla y recordarla. Nakia no era nadie a fin de cuentas. Objetivamente, había coincidido con Eva en cuatro momentos puntuales. Le parecía una osadía, una falta de respeto y una insolencia llorar delante de él, expresarle la tristeza que sentía por la pérdida de su madre. Conforme pasaba el tiempo era cada vez más inapropiado.
Además, ¿qué iba a conseguir? ¿Acaso ahora se iban a llamar todas las semanas? Ya se habían instalado las rutinas y las prioridades de cada uno en sus vidas.
Se puso de moda la tendencia que incitaba a alejarse de las personas tóxicas que solo cuentan desgracias, problemas y quejas y, por supuesto, no ser tóxico uno mismo hacia los demás. O sea, que nadie te cuente sus penas y tú tampoco se las cuentes a nadie. Solo ser feliz, o aparentar felicidad. Ese postureo se le daba muy bien a la gente en las redes sociales. Nakia no quería resultar tóxica para Iván, pero sentía la imperiosa necesidad de soltar esa emoción que le ahogaba.
Nakia siempre se había considerado buena amiga de sus amigos, sabía escuchar y entender a las personas desesperanzadas. Le encantaban los abrazos, las miradas, las sonrisas, los besos… Sentía la necesidad de pedirle perdón por haberle fallado en el momento más doloroso.
Nakia quería decirle a Iván que ella estaba ahí, que le escucharía siempre que él lo necesitara, es más, estaría encantada de hablar con él y escucharle, que seguía siendo su amiga, que podía contar con ella.
Egoístamente, Nakia también le necesitaba. No por nada en especial, pero sabía que su voz le reconfortaba, sus palabras siempre le animaban, porque él siempre estaba acertado. Lo malo es que las cosas se demuestran con hechos y no con palabras. Ya había pasado mucho tiempo de distanciamiento en esa relación de amistad. Las circunstancias personales de cada uno habían cambiado.
Cuántas cosas le había escondido a Iván; la agresión de Marte, la muerte de Juanfra, el acoso de Luis. Por no ser tóxica, por no amargarle la existencia, por no darle la tabarra. Sin embargo, ¡habían sido situaciones tan complejas para ella!, que ahora pensaba que Iván no la conocía, ya que vivía ajeno a todas aquellas malas experiencias.
Nakia concluyó mentalmente que lo único que podía hacer era rezar por Eva en sus oraciones nocturnas al acostarse, agradecerle su proyecto de vida respecto a Iván y acariciar una foto que tenía Iván en su casa, asegurándose previamente, eso sí, de que él no la sorprendiera en ese gesto.

Querido J, este es mi más profundo, sentido y sincero pésame que quizás nunca te dé y quizás tú nunca leas. Te acompaño en tu sentir. De ti he aprendido a vivir. Te quiero. 

Relato inspirado en la canción Debería de Pablo López.

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