14. Pasos en la oscuridad

El primer año que Nakia estudió en la ciudad andaluza, vivió en una residencia femenina de estudiantes. Eran 45 chicas jóvenes. La residencia era dirigida por una señora cincuentañera viuda.

Aquel sábado 21 de diciembre de 1991 quedaban tres chicas hospedadas; Nakia y otras dos compañeras. El resto había regresado a sus lugares de origen el día anterior. El viernes había finalizado el primer trimestre del curso académico. Comenzaban las vacaciones de Navidad.

Nakia, Ana y Yolanda tenían un examen el lunes, justo el día antes de Nochebuena. Tenían comprados los billetes de tren para viajar el lunes por la tarde. Por eso aquel fin de semana se encontraban todavía viviendo en sus habitaciones estudiantiles.

La dueña de la residencia decidió celebrar el bautizo de su sobrino en el comedor de la “resi”. Disponía de cocina, menaje, mobiliario e instalaciones suficientes para llevar a cabo dicho evento. El tema era que tenía que dar de cenar a las tres chicas, ya que ese servicio entraba dentro de la cuota mensual que ellas abonaban puntualmente.

Aquella noche, Nakia y sus dos amigas cenaron langostinos y mejillones, entre otras exquisiteces. Todo un lujo para ellas acostumbradas a manjares más escuetos.

Las sentaron en una mesa redonda de 10 comensales junto a los sobrinos de la dueña de la residencia. Eran jóvenes entre los veinte y veintisiete años. Charlaron, rieron, cantaron y bebieron. Desde las nueve de la noche hasta las dos de la mañana.

A esa hora, los muchachos estaban a punto de irse, cuando uno de ellos propuso ir en coche a un “pueblo de marcha” ubicado a unos cincuenta kilómetros de la ciudad andaluza.

Así que se subieron en un Talbot blanco cinco chicos y ellas tres. Se acomodaron el conductor, el copiloto, y en la parte trasera tres chicos, con Nakia, Ana y Yolanda sentadas a lomos encima de ellos.

Habrían recorrido unos seis kilómetros de autovía, quizás, cuando alguien propuso parar en un veinticuatro horas a comprar whisky, ron, vodka y refrescos, a pesar de que ya llevaban unas copichuelas p’al cuerpo.

El copiloto bajó del coche y entró en la tienda a comprar el alcohol. En ese momento, a Nakia le invadió la duda:

— ¿Y si estos tíos nos dejan tiradas de camino al “pueblo de marcha”? ¿O nos dejan tiradas al regreso? Son cincuenta kilómetros, no es aquí al lado. No podríamos venir andando ni tenemos dinero para un taxi – pensó.

Nakia recordó lo que le había sucedido siendo adolescente. A unos nueve kilómetros de su ciudad de origen existía un merendero donde la gente iba a pasar ratos de campo durante el día, y las parejas jóvenes a enrollarse dentro de los coches a partir de la puesta de sol.

Una vez se fue con un amigo de picnic. Estuvieron merendando hasta que anocheció. Él se acercó a besarla pero ella le hizo la cobra. Tuvieron una pequeña discusión que se resolvió en que todo había sido una malentendido. Entonces, regresaron a la ciudad en el coche de él siguiendo un camino campestre, fuera de la carretera habitual.

De pronto, su amigo paró el coche y la hizo bajar del mismo. Nakia no entendía por qué. Entonces su amigo le dio el ultimátum entre enrollarse o abandonar a Nakia en mitad del campo y que regresara andando a la ciudad. En ese momento, el orgullo y la dignidad se adueñaron de Nakia, y optó por caminar unos cinco kilómetros por el campo, sola y de noche:

—Esto me pasa por ser auténtica, inocente y confiada. No entiendo cómo mi amigo me ha hecho esta jugarreta. ¡Con lo que nos hemos divertido esta tarde merendando! Todo para meterme mano. Y encima dice que yo le he provocado. ¡Si no he hecho nada! – pensaba. El camino le dio para muchas reflexiones acerca de la amistad.

La situación de ahora era más compleja. Cincuenta kilómetros son muchos kilómetros. Ella y sus amigas estaban solas en la ciudad andaluza, sin padres, sin hermanos, sin familia… y un examen de por medio.

Así que, de pronto, dijo:

—Yo quiero volver a la residencia.

—Pero ¿qué dices? – le recriminó el conductor - Si debemos estar a unos seis kilómetros. Yo no voy a dar la vuelta para llevarte, guapa.

—No hace falta que me lleves. Me voy andando – contestó ella.

— ¿Por qué quieres volver? – preguntó Ana.

Nakia no quería contarle delante de ellos su experiencia ni el pensamiento que le rondaba, precisamente por no darles ideas tampoco.

—Estoy pensando que viajar cincuenta kilómetros, estar allí un rato de fiesta, volver, y ya son casi las tres de la mañana, implica que antes de las nueve no estamos aquí. Y sin dormir. Y el lunes tengo el examen. Así que he pensado que regreso a acostarme para poder estudiar mañana – explicó.

—Venga, empollona, pues ¡lárgate! – le invitó el conductor.

Nakia se bajó del coche y empezó a andar. No sabía dónde estaba. Por sus cálculos y los del conductor, intuía que le quedaba una buena caminata. No había nadie por la calle a quien preguntar. Así que paseaba ligeramente acelerada sin perder de vista la autovía. Siempre hacia delante, sin mirar atrás, como en la vida. Atravesó parques solitarios, calles desiertas, polígonos abandonados y descampados oscuros. No había un alma. De vez en cuando, algún gato callejero se cruzaba en su camino. Solo era un gato, pero ella se sentía acompañada durante esos segundos. Se cruzó en dos ocasiones con dos chicos diferentes. No se atrevió a preguntarles.

—Si pregunto y se da cuenta de que estoy sola y perdida, igual me hace algo malo – pensaba.

Así que ella seguía caminando a paso ligero para proyectar seguridad y decisión, como si supiese a dónde se dirigía o como si alguien le estuviese esperando.

Pateó su camino desde las tres de la mañana hasta las seis menos diez. Entonces vio el letrero de una calle conocida por ella. Se ubicó y relajó el ritmo. Había estado recorriendo esos lugares con cierta premura porque, al no saber dónde estaba, no sabía cuánto podía tardar en llegar. Así que cuando aquella calle le resultó familiar, aminoró la marcha aun sabiendo que le restaba media hora larga de paseo.

Empezó a cruzarse con más gente; chicas que andaban solas como ella, otras que iban en grupos, pandillas de amigos borrachos riendo y bromeando y parejas manifestando su amor y su deseo profusamente.

Ella estaba tranquila. Era lo habitual de un sábado noche. Gente joven divirtiéndose. De pronto, una voz reconocible le llamó su atención:

— ¡Nakia! ¿Qué haces por aquí sola a estas horas? – le preguntó.

Era Iván. ¡No se lo podía creer! Su corazón dio un vuelco de alegría. Lo cierto es que no esperaba encontrarse a nadie. Su objetivo estaba focalizado en llegar a la residencia, dormir y planificarse para estudiar durante el domingo.

—Ya me recojo. Es muy tarde – le dijo Nakia.

—Si ya estamos de vacaciones… – le recordó Iván.

—Yo no. Tengo un examen el lunes. Por eso no he regresado a mi ciudad de origen – replicó ella.

—Te invito a desayunar y después te acompaño – decidió él, al mismo tiempo que hacia un ademán a sus amigos para indicar que se iba con Nakia.

Nakia aceptó la invitación. Estuvo desayunando con Iván en una cafetería. Le contó todo lo que había sucedido, desde la cena hasta ese momento. Nakia le contaba todo a Iván. Sin tapujos. Lo bien que se lo pasó durante la cena, las dudas a la hora de irse en un coche con desconocidos (a fin de cuentas eran eso), la caminata sola por sitios inhóspitos y la tranquilidad de encontrarse con el bullicio.

Bueno, en realidad no le contó todo. La experiencia adolescente se la calló. Era la segunda vez que le pasaba algo parecido; abandonada, sola, sin saber dónde está y de noche. No quería que Iván pensara que era una tía fácil, torpe e imprudente que se monta en el coche con cualquiera. Una tía que había caído dos veces en el mismo descuido y que no escarmentaba. Una chavala que no aprendía de sus equivocaciones.

Iván pensaba que Nakia era muy atrevida y valiente. Se encontraba sola en la ciudad andaluza, sin sus padres. Eso le proporcionaba cierta libertad a la vez que inseguridad o soledad, no sabría bien definirlo. Nakia era libre a la hora de entrar y salir, podía ir a dormir y comer a casa de amigos, salir hasta las tantas sin pedir permiso ni dar explicaciones, hacer lo que le daba la gana. Iván vivía con sus padres.

Por otra parte, ella tenía que tomar sola todas sus decisiones, sin asesoramiento, sin consejo paternal. Es posible que para una resolución importante telefonease a sus padres, pero existían ciertas situaciones del día a día en las que las decisiones las debía tomar en el momento, sobre la marcha. Ahí estaba ella asumiendo sus aciertos y sus errores. Iván no la iba a juzgar. Fuese como fuese los pasos que llevó a cabo aquella noche, eran fruto de su decisión y él no iba a regañarla ni a mostrar su desacuerdo.

Nakia estaba tan a gusto que perdió la noción del tiempo. Fue Iván quien dijo:

—Nakia, son las nueve. Tengo que irme a mi casa. Aunque estoy de vacaciones mis padres se preocupan si llego muy tarde. Venga, te acompaño.

— ¡Jo, con lo a gusto que estaba contigo! – se quejó ella.

Iván le sonrió. Le acompañó hasta su portal. Allí se despidió y la abrazó:

—Estudia y que tengas mucha suerte en tu examen de mañana – le deseó él.

—Muchas gracias – respondió ella – Como ya no te veo, Feliz Navidad, Feliz Año Nuevo y todo eso.

—Feliz Navidad a ti también. Nos llamamos – contestó él simulando ese gesto con la mano. Le guiñó un ojo y se marchó.

Ana y Yolanda llevaban ya una hora durmiendo.

Fragmento inspirado en la canción “Gitana” de Shakira

 

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