45. El crimen de Doña Reme
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Nakia se
reunió de nuevo con sus amigos en una casa rural situada en un punto intermedio
entre su ciudad de origen y la ciudad andaluza.
La casa
rural era de piedra antigua, ubicada en medio de una finca y rodeada de olivos.
Constaba de dos plantas; la planta baja donde se encontraba la cocina y el
salón-comedor, y la planta primera donde se encontraban las habitaciones con
sus respectivos baños.
De la
planta baja nacían unas escaleras hacia un sótano. La valla de hierro de dichas
escaleras estaba cerrada con un simple cerrojo, indicando que no se debía
acceder al mismo.
—
En ese sótano vivo yo –
dijo Eusebio – Aunque accedo desde el exterior de la casa.
Eusebio era
el guardés de la finca. Además de vigilar los terrenos, estaba al tanto de que
los huéspedes alquilados no se desmadrasen. Era un hombre cincuentón, flaco, de
piel morena, seca y arrugada por el sol.
La
cuadrilla de Nakia no tenía referencias de la casa. Diego había reservado a
través de una web llamada “casas con encanto”.
Ricardo,
el dueño de la casa, le indicó que
cogiesen la llave que se encontraba debajo de una maceta con geranios. Sin
embargo, cuando llegaron, Eusebio estaba ahí para hacer entrega de la llave y
darles la bienvenida.
Mientras
les mostraba la casa y les explicaba el funcionamiento de la calefacción,
Eusebio comentó por encima, que el dueño de la casa provenía de una estirpe de forenses que ejercieron
como tales desde el s. XVIII.
—
Ellos saben mucho del
cuerpo humano, tanto vivo como muerto – dijo.
La frase
sonó algo inquietante.
A la hora
de cenar, Nakia y sus amigos degustaron una cata de quesos. El queso numerado
como el cinco, les sabía raro. Sin embargo, Sergio opinó que estaba exquisito y
abusó un poco de su consumo. Más tarde, Nakia acompañó a Sergio a urgencias, ya
que al rato de la degustación se encontraba mal, con vómitos y hormigueo en las
manos.
Mientras
esperaban en la sala de urgencias, escucharon a tres enfermeras comentar que,
hacía escasos días, Doña Reme había sido encontrada muerta con evidentes signos
de violencia. Le habían abierto la cabeza con un hacha. El asesino aún andaba
suelto. En el pueblo se rumoreaba que el criminal era “de fuera”. Eso les
asustó un poco a Sergio y Nakia. Él intentó bromear para tranquilizarla.
En ese
momento apareció el médico.
—
Bueno, ya están los
resultados de la analítica – respondió – parece que hay ligeros índices de
aconitina, un veneno.
—
¿Cómo? – preguntó Sergio.
—
¿Qué has comido o bebido?
– preguntó el doctor.
Así que
Sergio le enumeró la lista de todo lo que había tomado aquel día. Todo lo
habían comprado en un conocido supermercado de la ciudad andaluza antes de
salir. Después de tres horas en el centro sanitario inyectándole medicamentos,
le dieron el alta y volvieron a la casa rural.
—
Oye , Sergio ¿has oído lo
que hablaban las enfermeras del crimen de Doña Reme? El asesino no ha sido
capturado ¿Y si nos han tratado de envenenar con el queso? Tú te has puesto las
botas con el cinco, los demás apenas lo hemos probado.
—
Anda, anda, acuéstate – le
respondió Sergio – ¡no tienes fantasía!
Cuando
llegaron, el resto estaba esperando con preocupación. Nakia les contó lo del
crimen de Doña Reme y sus sospechas acerca del envenenamiento, supuestamente,
del queso cinco. Al mismo tiempo, buscó en Internet la aconitina. Se trataba de
un veneno difícil de detectar en las autopsias, sin olor ni sabor distintivo y
que actuaba rápido.
Al día
siguiente, todos se fueron de excursión, excepto Sandra que se quedó
corrigiendo una pila de exámenes que se había traído a la escapada rural. Era
profesora de FP y tenía que entregar las notas el lunes. Así que aprovechó la
soledad de la casa para corregir los exámenes en el salón, junto a la chimenea.
De
pronto, le pareció escuchar ruidos metálicos, como cadenas, provenientes del
sótano. Se asomó a la escalera. La valla continuaba cerrada. La escasa luz
natural que iluminaba la puerta de abajo, parecía indicar que éste estaba
cerrado.
—
Será Eusebio, el guardés,
que vive ahí – pensó Sandra.
Volvió a
sentarse junto a la chimenea. De vez en cuando, escuchaba los ruidos que eran
frecuentes pero discontinuos, con diferente intensidad y distinta duración.
Sandra se
levantó hacia la cocina a prepararse un café y se encontró a Eusebio en el
quicio de la puerta, mirándola en silencio.
—
¿Este tío que hace aquí
dentro de la casa? – se preguntó.
Leyéndole
el pensamiento y antes de que ella preguntara, Eusebio contestó:
—
Vengo a coger una sartén
grande. Aquí, los misterios no suceden arriba, sino abajo – dijo señalando con
los dedos índices hacia el suelo.
Y se
marchó sin que Sandra pudiera preguntarle más. Como se asustó por esta segunda
frase inquietante, decidió coger los exámenes y encerrarse en su dormitorio a
corregir.
El resto
del grupo regresó casi de noche.
Las
chicas discutían sobre si había que lavar o no las pechugas de pollo antes de
freírlas. Sandra apareció y les narró, un poco alterada, lo acontecido en la
casa durante el día.
Mientras
ponían la mesa, uno de los chicos
descubrió, en una vitrina, una llave grande antigua y oxidada. Dedujeron que
pertenecería a la puerta del sótano. Decidieron bajar todos juntos, a pesar del
riesgo de ser sorprendidos por Eusebio. Efectivamente, la puerta se abrió con
total facilidad.
Tras la
puerta, había una enorme sala con una camilla metálica, un mueble en cuya
encimera había dos bisturís enmohecidos, unas tijeras, un hacha y un frasco
etiquetado con “aconitina”.
En la
pared, colgaba un tablón con recortes de periódicos de mujeres asesinadas en la
zona en tiempos anteriores. Sobre la camilla metálica había una carpeta cerrada
en cuya cubierta estaba escrito “crímenes sin resolver”.
Nakia
abrió la carpeta y vio la foto de una
mujer con un hacha clavada en la cabeza. Exactamente igual que el hacha que
acababan de encontrar. En el subtítulo de la foto se leía …“Doña Reme”. Se le escapó un grito ahogado y comentó su
hallazgo a los demás. Debajo de esa carpeta había otra que ponía “Exámenes por
corregir 2ºB”
—
Sandra, mira – le indicó
Nakia.
—
¿Qué hace aquí mi carpeta?
Si yo la había dejado en mi habitación. Juro que no he estado aquí antes –
afirmó Sandra.
Empezaron
a preocuparse. La preocupación se convirtió en pánico cuando Sandra abrió su
carpeta y encontró, en lo alto de la pila de exámenes, el certificado de
defunción de Eusebio García López, fallecido el 8 de agosto de 1924, con la
foto del guardés.
Subieron
todos a las habitaciones y durmieron con las llaves echadas.
Al día
siguiente, Diego llamó al dueño para acordar la entrega de la llave.
—
Déjala donde la
encontrasteis. Debajo de la maceta de geranios – indicó Ricardo.
—
¿No se la entrego al
guardés? – preguntó Diego.
—
No hay guardés en la finca
¿Por qué? ¿Habéis visto a alguien merodeando por allí? – preguntó Ricardo,
lógicamente preocupado por el asesino sin capturar de Doña Reme.
—
No – respondió Diego –
Pensábamos que en el sótano vivía un guardés.
— En el sótano, si hay algo… serán espíritus mutilados, ¡ja, ja, ja! – rio a carcajadas Ricardo.
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